Ultimamente apenas presto atención a mis pensamientos, pues hace tiempo que descubrí que no eran míos, que el pensar es un acto colectivo en el que estamos inmersos todos los seres humanos y no sólo quienes parecen detentar el monopolio del pensamiento. Todos los seres humanos, incluso todos los seres vivos en tanto que agentes de un mundo en permanente cambio, somos seres pensantes, pues hoy sabemos que hacer y pensar son inseparables. Raras veces me siento atravesado por una nueva idea, sobre mi o sobre el mundo, y cuando esto ocurre noto como esa idea me permite descubrir capas desconocidas de mi ser, explorar territorios desconocidos de mi conciencia. Suele ser un proceso difícil, casi siempre ligado a la acción, a la exposición de mi ser en el entramado de relaciones que me sostienen, al desbordamiento de mis límites de seguridad interior. Después, en la cálida reflexión que acontece después, surge la dicha, el placer de saber un poquito más de mi, de saber un poquito más de la gente que me rodea, y del mundo que nos sostiene a todos.
Tampoco presto mucha atención a mis deseos, pues descubrí igualmente que tampoco son míos, que el desear es sólo algo que me atraviesa y que surge en otro lado. Mayormente en algún lugar de esa mente cultural que conforma modas, gustos y tendencias, y que me deja bastante indiferente. Raramente en lugares singulares de esa misma mente colectiva en los que cristalizan ideas creativas antes de convertirse en visiones para un mundo mejor. Y sí, me gusta dejarme atravesar por ese deseo singular que se apodera de mi en forma de visión y marca mi destino. Cuando el deseo de realizar una visión me atraviesa, la libertad como elección pierde sentido. En momentos así, no hay nada que pensar, nada que elegir, sólo seguir el camino marcado, sin poder evitarlo. Hace tiempo llamé a esto felicidad.
Y apenas presto atención a mis emociones, pues más allá del sentir inmediato ligado a hechos concretos, el fondo de muchas de ellas es el barrunto de una sociedad triste, agresiva, anclada en el dolor. He tenido que pasar por muchos momentos de tristeza, melancolía y depresión para darme cuenta que gran parte de esa tristeza no era mía, que yo sólo estaba siendo cauce expresivo de un mundo triste. Ahora me arrimo a lugares que cultivan emociones alegres como quien se arrima al ascua de un fuego en invierno. Y no, no estoy huyendo de nada, sólo que me he dado cuenta de que cambiar el mundo no se hace sólo con palabras o gestos, se hace con una sonrisa auténtica que brota de un corazón alegre. Hoy en día sé que no se puede ser revolucionario sin ser feliz.