Nadie está a salvo de hacer el mal. Ni siquiera el mal absoluto, el que sólo se puede calificar como una aberración, un sinsentido total, un atentando contra la humanidad, escapa al hacer de una persona cualquiera, mediocre, banal. Esta es la tesis de Hannah Arendt, quien añade que para que esto ocurra basta que esa persona renuncie a pensar, y deje por tanto de ser persona, pues nada nos define mejor que nuestra capacidad para pensar y alcanzar a través del pensamiento la sabiduría y la libertad. Le cayó de todo, sobre todo de aquellos cuyo oficio era pensar y que, al parecer, no tuvieron problemas en dejar de pensar para atacarla a conciencia. Visto desde la distancia, tal vez lo más sorprendente sigue siendo la fe ciega del ser humano en su juguete favorito, la razón. ‘Si soy capaz de razonar, no me puedo equivocar, y mucho menos hacer el mal’, afirmarían ingenuamente muchas personas, por supuesto con muchos estudios y altos cargos. Cuando es bien probable que pensar y razonar no sean lo mismo, que muchas personas razonan pero no piensan y otras piensan sin razonar. Y que seguramente aciertan quienes dicen que para pensar es necesario amar, pues el verdadero pensamiento encuentra y se construye sobre las conexiones que creamos, lo que implica entrega y apertura, en definitiva un acto de amor. No es de extrañar pues que el mundo esté lleno de gente banal, tan inteligente como incapaz de pensar, ocupando importantísimos cargos en gobiernos, corporaciones e instituciones internacionales, e insensibles al dolor y sufrimiento de millones de personas que viven en la miseria, y al exterminio de miles de especies de seres vivos que tienen tanto derecho como nosotros a vivir en este planeta, desconectadas de sí mismas y de todo el mal que sale de sus manos. Antes que juzgarlas por ello, ¿por qué no las invitamos a pensar?