Siempre me he preguntado por qué nos resulta tan difícil aceptar las críticas, por qué nos mostramos tan defensivos, tan protectores, tan cuidadosos de nuestra identidad que somos capaces de mentir, humillar, anular e incluso eliminar a quien tenemos enfrente si con su presencia, su palabra o su acción amenaza lo que somos. Me he visto más de una vez defendiéndome con ahínco de críticas que apenas pasaban del nivel de simples comentarios, respondiendo con fuerza a quien se ha atrevido a decirme algo que no me gusta, y cuando todo eso se pasa y puedo entrar en un espacio de calma interior no dejo de preguntarme por qué. Por qué tanta necesidad de justificarnos, de tener razón, de quedar por encima del otro, sin importar si hacemos daño; por qué aferrarnos con tanta fuerza a una idea aunque eso suponga vivir con ansiedad y tensión, aunque eso implique relaciones deterioradas o rotas y proyectos fracasados; por qué tanta dificultad en reconocer que tal vez nos equivocamos, que hay otras opciones, que realmente (nos) estamos haciendo daño; y por qué nos cuesta tanto salir de ahí, por qué nos mantenemos en el engaño, cuando todo a nuestro alrededor parece dejar bien claro que ese camino no lleva a ninguna parte, que sólo encierra dolor, soledad y cansancio.
Hace tiempo entendí que para ser más empático y acoger al otro en su diferencia, necesitaba primero hacer espacio en mi, necesitaba desidentificarme, desapegarme de mi mismo, poner entre paréntesis algunas de las ideas más queridas que llenan mi yo, y abrirme desde ahí a ese espacio de acogida en que cabe la expresión del otro. A ese acto de poner entre paréntesis, David Bohm lo llamó ‘suspensión’, afirmando que sólo suspendiendo nuestros pensamientos podemos pasar de una discusión estéril en que todas las partes quieren tener razón a un auténtico diálogo en el que nuevos caminos emergen fruto de la participación de todos. Hay que decir inmediatamente que ‘suspender una idea’ no es dejar de creer en ella o abandonarla para siempre, se trata tan sólo de apartarla por un instante de la conciencia inmediata, de ponerla entre paréntesis de manera que nuestro yo no salte automáticamente en su defensa ante quien presenta una idea diferente o incluso contraria. Aunque la idea sigue estando ahí, aunque la sientas querida y cercana, al suspenderla deja de ser parte inseparable de ti, abandona por un instante tu identidad y puedes crear espacio en tu conciencia para otras ideas diferentes o contrarias. Con práctica puedes llegar a desidentificarte de unas cuantas ideas, aunque siempre habrá capas más profundas de tu yo en las que el apego es mucho más fuerte y, por tanto, la desidentificación más difícil. Hace algún tiempo imaginé un individuo ideal cuya identidad no se basa en ninguna idea en particular, un individuo que aunque acaricia algunas ideas más que otras no se identifica con ninguna de ellas; un individuo que se abre atentamente a quien con sinceridad defiende ideas contrarias; que pone su ser, su identidad, en la propia participación y no en lo participado. Un ‘individuo participante’2.
Desidentificarse es abrir espacio en un yo que tiende a llenarse de ideas, creencias, patrones, formas de ser y de hacer..., y a sumirlas como propias, como parte integrante de su identidad, como lo que es; sin percatarse que ideas, creencias y patrones son cosas importadas, algo que surge en nuestras vidas en un momento dado y que no estaba antes. Muchas tradiciones espirituales nos advierten del error que supone un excesivo apego del yo por su propia imagen. De manera similar la Teoría de Procesos de Arnold Mindell3 nos invita a explorar todas esas partes de nuestra identidad, esas creencias y patrones de respuesta, como simples personajes de una gran obra de teatro que desborda nuestro pequeño yo, o como espíritus temporales de un mundo de sueños que creamos colectivamente; nos invita a ganar conciencia de que roles y espíritus se apoderan de nosotros siguiendo su propio guión, a la vez que nos hacen creer que somos nosotros quienes controlamos nuestro destino.
Con todo, desidentificarse, separarse de lo que creemos ser, no es fácil. Personalmente, a pesar de todos mis esfuerzos de desidentificación, de tratar de ser más consciente de los roles que juego, todavía tengo muchas dificultades para aceptar algunas críticas y no atascarme en ciertos roles, sobre todo si amenazan ideas tan queridas como, por ejemplo, la de que soy un ser bondadoso, amoroso o lleno de cuidado. El que alguien diga en un momento dado que mi comportamiento es abusivo o que le he hecho daño, me resulta difícil de aceptar. “¡Eso es imposible!”, me digo a mi mismo. “Yo nunca haría daño a nadie, ni siquiera permitiría que otras personas hicieran daño a otros seres humanos, ¡cómo iba yo a hacerte daño a ti!”. Diga lo que diga la otra persona, por muy claras que sean sus razones, yo justifico mi comportamiento con tanta fuerza como sea necesario. Aún más, si la otra persona se calla y asume mis argumentos puedo mostrarme benevolente y reconocer que algo de lo que dice tiene sentido, pero si la otra persona se empeña en defender su posición, entonces mi necesidad de justificación aumenta, a la par que tiendo a despreciar cada vez con más ahínco su queja, tratándola de irrisoria o sin sentido. Desde luego no se trata de un patrón que me guste, pero tampoco sabía cómo cambiarlo.
Durante mucho tiempo pensé que defenderme de una crítica, o dejar clara mi posición ante lo que entendía como una idea o comportamiento equivocado del otro, era algo inevitable y necesario. “¡Cómo permanecer callado ante lo que, claramente, es un absurdo, una mentira, o un error!”, me decía a mi mismo. Más tarde, después de sentir en mis propias carnes el dolor y el daño que tal actitud conlleva, empecé a cuestionar mis apegos, mis razones y mi propia conducta; empecé a darme cuenta de que hay vida en la conciencia más allá del yo y su propia imagen, más allá de lo que creemos ser; empecé a asumir que no es necesario dejarse arrastrar todo el tiempo por un yo inflexible e incapaz de reconocer sus errores. Comprendí que no somos lo que creemos ser y que la mayoría de las veces simplemente estamos representando roles que nos vienen impuestos desde afuera. Pero me faltaba saber por qué ocurre todo esto, por qué el yo nos arrastra en estrategias de auto-justificación que suponen tantas veces una mentira para los demás y, sobre todo, un gran engaño para nosotros mismos. Hace poco encontré una posible respuesta en la Teoría de la disonancia cognitiva, desarrollada por León Festinger en los años 50 del siglo pasado y ahora actualizada en el libro de Tavris y Aronson que da título a este artículo.
La disonancia cognitiva se define como el malestar causado por la presencia simultánea en nuestra conciencia de dos cogniciones contradictorias. Las cogniciones pueden ser ideas, creencias, valores, reacciones emocionales... El malestar puede ir desde una simple expresión de sorpresa hasta sentir miedo, vergüenza o rabia, dependiendo del caso y de la cantidad de disonancia experimentada. La Teoría de la disonancia cognitiva dice simplemente que en una situación de disonancia, las personas hacemos todo lo posible para reducirla, bien alterando nuestro sistema de creencias para acoger una idea nueva y recuperar la consistencia interna, bien reduciendo la importancia de uno de los elementos disonantes. En el caso comentado anteriormente, es evidente que la idea de que yo pueda hacer daño a alguien es fuertemente disonante con la imagen que guardo de mi mismo, lo que me lleva a pensar: “yo soy una buena persona, yo nunca haría daño a nadie, cómo se atreve alguien a decir que le he hecho daño”. Para reducir la disonancia podría cuestionarme si realmente soy tan buena persona como pienso, podría pensar que tal vez hay cosas que puedo hacer mejor, que no soy tan bueno o cuidadoso como creo, o que aun cuando intento serlo, hay cosas que no controlo y que no podré evitar hacer daño algunas veces...; podría pensar muchas cosas similares, pero lo cierto es que todavía me siento demasiado identificado con la imagen de un ser bondadoso como para abrirme a lo contrario, y en lugar de acoger la crítica, tiendo a defenderme jugando un rol de auto-justificación, que puede llegar a ser un tanto violento. Lo peor es que una vez elegido el camino de la auto-justificación, que no olvidemos puede venir acompañado de cierta tensión y agresividad, resulta cada vez más difícil echarse para atrás, porque de nuevo reconocer que mi justificación conlleva cierta agresión es una idea disonante con mi propia imagen de ser bondadoso, así que mejor dejar claro que mis actos y la manera en que los defiendo están justificados y llenos de sentido, y hacer del otro el único responsable de lo que le pasa.
Para salir de esta desagradable situación, que sólo genera dolor y frustración, es fundamental aprender a desidentificarnos de lo que creemos ser y generar respuestas que nos permitan reducir la disonancia a la vez que permiten la expresión crítica del otro. Con todo, desidentificarnos de algunas ideas y patrones que llevamos bien grabados en nuestro cuerpo no es nada fácil, en ocasiones resulta casi imposible responder asertiva y compasivamente ante las críticas, opiniones o comportamientos de otros, especialmente cuando nos afectan íntimamente. Por otra parte, no hay que olvidar que la disonancia es una reacción físico emocional bien anclada en nuestros circuitos neuronales. No la podemos evitar simplemente porque así lo queramos. En mi caso, y dadas mis dificultades para desidentificarme completamente de algunas ideas y patrones, y por consiguiente para reducir la disonancia por el lado de la aceptación y no de la justificación, desde hace algún tiempo he puesto en marcha una estrategia que me permite solventar el tema de una manera que hasta ahora me está resultando bastante satisfactoria.
La idea es sencilla: he introducido una nueva idea en mi mente, una idea que trato de reforzar una y otra vez, tanto exponiéndola a otras personas como recordándomela a mi mismo, tanto en la teoría como en la práctica, hasta ir integrándola bien dentro de mi. Esta idea dice más o menos así: “no sé si soy una persona buena o no, no sé si actúo correctamente o no, si hago daño o no, no sé si tengo razón o no, pero sí sé que estoy abierto a escuchar al otro en su verdad y entrar en un espacio en el que quepan todas las voces”. Ahora, cuando al escuchar o ver al otro mostrarse en su diferencia, aunque inicialmente pueda saltar de manera imperiosa a defender mi postura, no pasan unos segundos antes que esta nueva idea surja con fuerza en mi mente, generando una nueva disonancia, en esta ocasión entre el ‘estar abierto a la escucha empática del otro’ y el ‘hecho de estar justificándome y por tanto cerrado al otro’. En el momento en que soy consciente de lo que pasa, la idea de ser un ‘ser abierto y empático’ se apodera de mi parando la necesidad de respuesta y justificación. Es un instante de revelación en el que se me hace claro a la consciencia en qué juego ha entrado mi yo, a partir del cual ya no puedo seguir jugándolo porque eso sería ir en contra de esta nueva idea tan querida de ser un ser abierto al otro. Por supuesto, a veces hay una cierta vacilación, una resistencia sutil por parte de un yo que se niega a perder la cara, a veces necesito un tiempo de silencio, un tiempo para recomponerme y dejar que la ‘apertura’ me atraviese, un tiempo para poder decirme: “mi identidad no está en juego por lo que otros dicen o hacen”. Entonces todo cambia, mi yo se relaja al acogerse a una nueva identidad que no implica justificación, y un espacio ligero se abre para la escucha del otro y la expresión auténtica de mi mismo. Es un espacio amoroso y lleno de compasión, ¿te animas a practicarlo?
31 may 2012
9 may 2012
Una visión común. Algunas diferencias importantes
Cuando un grupo de personas se reúne para llevar a cabo un proyecto es fundamental que todas ellas comprendan por igual qué es exactamente lo que quieren hacer y cómo pretenden conseguirlo. Tanto si quieran crear una comunidad de vida como poner en marcha un emprendimiento económico o social, deben asegurarse de que comparten la misma visión del proyecto, al menos en sus líneas más generales. Si no lo hacen, y resulta que sus visiones son diferentes, se encontrarán con problemas y conflictos de muy difícil solución.
La mayoría de las veces, un grupo se forma a partir de un conjunto de personas que se conocen y que han intercambiado sus puntos de vista sobre diversos temas que ahora quieren concretar en un proyecto común. Normalmente estos intercambios iniciales son bastante indefinidos, exageran los elementos conectores y descuidan deliberadamente aquellos aspectos en los que existen diferencias claras. La ilusión por hacer algo compartido funciona como un filtro que se abre para el acuerdo y se cierra para la diferencia. La gente da por supuesto que todos comparten la misma visión, cuando en realidad lo que ocurre es que cada uno mantiene su visión mostrando sólo aquellos aspectos en los que todo el mundo parece estar de acuerdo. Estas diferentes visiones se mantienen secretamente en el proceso de realización del proyecto hasta que terminan chocando. Ocurre cuando, a la hora de tener que resolver un problema concreto, una persona aporta una solución que resulta coherente con su visión pero incompatible con la visión de otro miembro del grupo. Se produce entonces un conflicto inevitable y de muy difícil solución. Para evitar este tipo de situaciones conflictivas, hubiera bastado haber hecho desde el principio el pequeño esfuerzo de concretar una visión común, compartida por todas las personas que integran el grupo.
De acuerdo con Diana L. Christian, una visión bien elaborada “describe el futuro compartido que queremos crear, recoge los valores fundamentales del grupo, expresa una idea con la que todos nos identificamos, ayuda a unificar nuestro esfuerzo individual, sirve de punto de referencia al que volver en caso de confusión o desacuerdo, mantiene la inspiración del grupo y nos recuerda nuestro compromiso con el proyecto”. Algunos de los elementos específicos que forman el contenido de una visión común son la visión, la misión, los valores, los intereses, los objetivos, las aspiraciones y las estrategias. La visión es una frase general que recrea el futuro que queremos crear. Habla del qué y del por qué. La misión es la manera en que queremos hacer manifiesta nuestra visión en términos físicos concretos. Es igualmente una frase general que habla del cómo. Los valores son cualidades que queremos estén presentes en nuestras relaciones y en las relaciones que mantenemos con la naturaleza. Intereses, objetivos, aspiraciones y estrategias sirven para desarrollar la visión en términos concretos y con cierto detalle.
Desarrollar una visión compartida es un ejercicio muy valioso para empezar a crear ese espacio de participación que define la comunidad y que se basa en la confianza y la compasión. Existen varias técnicas disponibles que se pueden utilizar para crear una visión común. Son ejercicios que pueden durar desde unas horas hasta varios días, o extenderse incluso a lo largo de varios meses. La principal característica de todas estas técnicas es su habilidad para conducir de manera creativa y positiva un proceso en el que, por primera vez, las personas implicadas en un proyecto no sólo exponen aquellos aspectos de su visión que coinciden con los demás, sino que exponen también abiertamente sus diferencias. Reconocer las diferencias, aceptarlas y no escandalizarse por ellas es un primer paso fundamental para inculcar compasión y confianza en el grupo, que empieza así a funcionar con una base sólida de la que podrá aprovecharse en el futuro.
En este artículo quisiera destacar algunos temas a los que es necesario prestar atención para saber si realmente compartimos una misma visión. Para ordenarlos, los he dividido de acuerdo a las cuatro dimensiones del ser humano: social, ecológica, económica y cultural. Sería bueno que un grupo revisase la siguiente lista y comprobase si realmente mantiene una visión común en torno a aquellos temas de la lista que le parezcan relevantes. La lista no pretende ser exhaustiva (no contiene todos los temas relevantes para todos los grupos) ni tampoco completamente necesaria (no todos los temas de la lista son relevantes para un grupo). Su interés radica más bien en servir de apoyo para que un grupo reflexione sobre lo que considera realmente relevante y valore el grado de acuerdo existente antes de lanzar definitivamente el proyecto.
Dimensión social. Los principales asuntos aquí son la gobernanza, quién y cómo se toman las decisiones; la intimidad, dónde termina lo privado y empieza la público; la gestión emocional y del conflicto; y el alcance del proyecto. En el tema de la gobernanza, por ejemplo, el abanico de posibilidades sobre quién toma las decisiones va desde el igualitarismo asambleario por un lado —todos deciden sobre todo—, hasta algún tipo de jerarquía por otro lado —unos pocos deciden—, pasando por opciones como la creación de comisiones o la holocracia. Por otra parte, las decisiones se pueden tomar por consenso, o algún otro método deliberativo, por votación, o por delegación, de manera que una persona o varias deciden por todos. Cualquier opción es posible dentro de parámetros democráticos, siempre que a todo el mundo le parezca bien. Lo importante es asegurarse que todo el grupo tiene una visión común sobre este punto. En caso de duda o desconocimiento, resulta igualmente recomendable pedir ayuda a un experto para conocer bien cuáles son las opciones disponibles.
En el tema de la intimidad, las opciones van desde una situación en la que se comparte todo o casi todo, por lo que todo es espacio público, a otro extremo en el que apenas se comparte nada, en el que todo es privado o se gestiona privadamente. De nuevo, un grupo tiene que saber dónde se sitúa en este tema. Un grupo tiene que decir también si la gestión emocional y de los conflictos se hace colectivamente (espacio público), o se deja en manos de las personas afectadas (espacio privado). Por último, en relación con el alcance de un proyecto, es bueno saber si está a una en cuanto al tamaño del proyecto, su alcance geográfico (local, biorregional o global), su apertura al exterior, etc.
Dimensión ecológica. Aunque todavía muy pocos proyectos de emprendimiento tienen completamente en cuenta esta dimensión, cada vez más grupos empiezan a introducir consideraciones ecológicas en su visión común. Los temas principales aquí serían: agua, energía, transporte, contaminación y gestión de residuos, alimentos y construcción; además de otros temas transversales referidos al diseño global del proyecto. Un grupo debe incluir en su visión común cuál es su parecer sobre estos temas, si el proyecto aspira a tener una huella ecológica reducida, si pretende ser un proyecto neutro en emisiones de CO2, si aspira a la autosuficiencia energética o al uso de energías renovables, si la soberanía alimentaria o la producción ecológica de alimentos son asuntos importantes para el grupo, si se quiere utilizar un enfoque sistémico como los que proporciona la ecología industrial o la permacultura, etc. De nuevo, en caso de duda y desconocimiento, resulta útil pedir ayuda y dejarse asesorar por un experto.
Dimensión económica. En los últimos años se han multiplicado los signos de una nueva economía que no aspira tanto a la obtención pura y dura de beneficios privados, sino a la creación de riqueza colectiva y la satisfacción de necesidades personales no exclusivamente materiales. Dentro de esta economía, los principales asuntos que un grupo debe tener en cuenta tienen que ver con la propiedad, la producción, el trabajo, el dinero, y el alcance. En relación con el tema de la propiedad las opciones van desde la propiedad colectiva a la propiedad privada, pasando por diferentes formas mixtas. Por ejemplo, algunas ecoaldeas mantienen la propiedad colectiva del suelo, pero permiten la propiedad de la vivienda, o la existencia de empresas privadas. Y lo mismo ocurre con los frutos del trabajo: en las comunidades de economía común toda la riqueza producida se gestiona colectivamente, independientemente de la aportación individual; mientras que en las ecoaldeas de tipo ‘covivienda’, cada familia gestiona sus ingresos y contribuye a la comunidad con un fondo común. Todas las opciones son válidas siempre que se pongan en marcha mecanismos para asegurar que nadie queda al margen de la riqueza colectivamente creada (seguridad económica).
En el tema de la producción, un grupo debe tener claro qué está dispuesto a producir y qué queda fuera por razones éticas o de otro tipo. Si el grupo apuesta por un desarrollo sostenible es bueno aclarar qué se entiende por esto, ya que el término es demasiado vago. En relación al trabajo, resulta conveniente saber si el grupo apuesta por una valoración igualitaria del tiempo de trabajo (una hora es una hora para todos los trabajos) o prefiere valorarlo desigualmente siempre que se respeten ciertos límites. Si se espera que todos los miembros del grupo trabajen por igual, o se va a permitir que cada uno elija cuánto quiere trabajar (lo que de alguna forma, mide el grado de compromiso con el proyecto). En el tema del dinero, un grupo debe plantearse si admite cualquier fuente de financiación o no, dónde guardar los ahorros o en qué proyectos externos invertirlos, si funciona sólo con moneda de curso legal o está dispuesto a aceptar monedas complementarias, etc. Por último, en cuanto al alcance del proyecto, de nuevo es importante plantearse si se apuesta por una economía local o de escala, o por una economía más global y en qué grado.
Dimensión cultural. Tal vez el principal asunto de esta dimensión que puede marcar diferencias claras en un grupo tiene que ver con los estilos de vida. Las opciones son muchas, desde la apuesta por una simplicidad radical, sin apenas consumo, energía o tecnología punta, hasta la aceptación de diferentes grados de confort material. O la preferencia por ‘más estructura’ versus ‘dejarse fluir’. Ambas suelen ser una fuente de problemas si no se consideran a tiempo. También en el tema de la espiritualidad, otro asunto que puede suponer diferencias insalvables, es recomendable que el grupo deje clara su postura desde el inicio, al menos si el tema es relevante para algunos miembros. La relación con los animales suele ser igualmente un tema que genera controversia, especialmente si en el grupo hay personas muy sensibles al trato que se suele dar a los animales domésticos. Educación y salud son, finalmente, dos temas normalmente importantes para grupos que quieren vivir en comunidad. Sería, por tanto, recomendable que hablaran de ellos y comprobaran el grado de acuerdo que tienen al respecto.
Una visión común no es, finalmente, un documento estanco que el grupo establece de una vez por todas. Lo lógico es que el grupo revise su visión común de vez en cuando, al menos cuando la propia historia del grupo le lleva a reconsiderar algunos de sus planteamientos iniciales. No se trata de volver a pasar por este difícil proceso cada año, pero sí contar con la flexibilidad suficiente como para incorporar algunos cambios que parecen naturales con el tiempo. Igualmente importante es que cualquier persona que quiera incorporarse al grupo más tarde tenga conocimiento inmediato de su visión común, y que pueda decidir su incorporación a partir de una reflexión meditada de este documento.
* Como ejemplos de técnicas de creación de visiones compartidas cabe citar el método de Historias del Futuro, desarrollado por Warren Ziegler y expuesto por Andy Langford en su manual Designing Productive Meetings and Events (se puede descargar gratuitamente desde http://www.selba.org/SelbaPublicaciones.htm), el método desarrollado por el Rocky Mountain Institute y expuesto en el libro Economic Renewal, la técnica conocida como Indagación Apreciativa (http://en.wikipedia.org/wiki/Appreciative_inquiry), o los diversos ejercicios aportados por Diana Leafe Christian en su libro Crear una vida juntos (ed. Cauac).
La mayoría de las veces, un grupo se forma a partir de un conjunto de personas que se conocen y que han intercambiado sus puntos de vista sobre diversos temas que ahora quieren concretar en un proyecto común. Normalmente estos intercambios iniciales son bastante indefinidos, exageran los elementos conectores y descuidan deliberadamente aquellos aspectos en los que existen diferencias claras. La ilusión por hacer algo compartido funciona como un filtro que se abre para el acuerdo y se cierra para la diferencia. La gente da por supuesto que todos comparten la misma visión, cuando en realidad lo que ocurre es que cada uno mantiene su visión mostrando sólo aquellos aspectos en los que todo el mundo parece estar de acuerdo. Estas diferentes visiones se mantienen secretamente en el proceso de realización del proyecto hasta que terminan chocando. Ocurre cuando, a la hora de tener que resolver un problema concreto, una persona aporta una solución que resulta coherente con su visión pero incompatible con la visión de otro miembro del grupo. Se produce entonces un conflicto inevitable y de muy difícil solución. Para evitar este tipo de situaciones conflictivas, hubiera bastado haber hecho desde el principio el pequeño esfuerzo de concretar una visión común, compartida por todas las personas que integran el grupo.
De acuerdo con Diana L. Christian, una visión bien elaborada “describe el futuro compartido que queremos crear, recoge los valores fundamentales del grupo, expresa una idea con la que todos nos identificamos, ayuda a unificar nuestro esfuerzo individual, sirve de punto de referencia al que volver en caso de confusión o desacuerdo, mantiene la inspiración del grupo y nos recuerda nuestro compromiso con el proyecto”. Algunos de los elementos específicos que forman el contenido de una visión común son la visión, la misión, los valores, los intereses, los objetivos, las aspiraciones y las estrategias. La visión es una frase general que recrea el futuro que queremos crear. Habla del qué y del por qué. La misión es la manera en que queremos hacer manifiesta nuestra visión en términos físicos concretos. Es igualmente una frase general que habla del cómo. Los valores son cualidades que queremos estén presentes en nuestras relaciones y en las relaciones que mantenemos con la naturaleza. Intereses, objetivos, aspiraciones y estrategias sirven para desarrollar la visión en términos concretos y con cierto detalle.
Desarrollar una visión compartida es un ejercicio muy valioso para empezar a crear ese espacio de participación que define la comunidad y que se basa en la confianza y la compasión. Existen varias técnicas disponibles que se pueden utilizar para crear una visión común. Son ejercicios que pueden durar desde unas horas hasta varios días, o extenderse incluso a lo largo de varios meses. La principal característica de todas estas técnicas es su habilidad para conducir de manera creativa y positiva un proceso en el que, por primera vez, las personas implicadas en un proyecto no sólo exponen aquellos aspectos de su visión que coinciden con los demás, sino que exponen también abiertamente sus diferencias. Reconocer las diferencias, aceptarlas y no escandalizarse por ellas es un primer paso fundamental para inculcar compasión y confianza en el grupo, que empieza así a funcionar con una base sólida de la que podrá aprovecharse en el futuro.
En este artículo quisiera destacar algunos temas a los que es necesario prestar atención para saber si realmente compartimos una misma visión. Para ordenarlos, los he dividido de acuerdo a las cuatro dimensiones del ser humano: social, ecológica, económica y cultural. Sería bueno que un grupo revisase la siguiente lista y comprobase si realmente mantiene una visión común en torno a aquellos temas de la lista que le parezcan relevantes. La lista no pretende ser exhaustiva (no contiene todos los temas relevantes para todos los grupos) ni tampoco completamente necesaria (no todos los temas de la lista son relevantes para un grupo). Su interés radica más bien en servir de apoyo para que un grupo reflexione sobre lo que considera realmente relevante y valore el grado de acuerdo existente antes de lanzar definitivamente el proyecto.
Dimensión social. Los principales asuntos aquí son la gobernanza, quién y cómo se toman las decisiones; la intimidad, dónde termina lo privado y empieza la público; la gestión emocional y del conflicto; y el alcance del proyecto. En el tema de la gobernanza, por ejemplo, el abanico de posibilidades sobre quién toma las decisiones va desde el igualitarismo asambleario por un lado —todos deciden sobre todo—, hasta algún tipo de jerarquía por otro lado —unos pocos deciden—, pasando por opciones como la creación de comisiones o la holocracia. Por otra parte, las decisiones se pueden tomar por consenso, o algún otro método deliberativo, por votación, o por delegación, de manera que una persona o varias deciden por todos. Cualquier opción es posible dentro de parámetros democráticos, siempre que a todo el mundo le parezca bien. Lo importante es asegurarse que todo el grupo tiene una visión común sobre este punto. En caso de duda o desconocimiento, resulta igualmente recomendable pedir ayuda a un experto para conocer bien cuáles son las opciones disponibles.
En el tema de la intimidad, las opciones van desde una situación en la que se comparte todo o casi todo, por lo que todo es espacio público, a otro extremo en el que apenas se comparte nada, en el que todo es privado o se gestiona privadamente. De nuevo, un grupo tiene que saber dónde se sitúa en este tema. Un grupo tiene que decir también si la gestión emocional y de los conflictos se hace colectivamente (espacio público), o se deja en manos de las personas afectadas (espacio privado). Por último, en relación con el alcance de un proyecto, es bueno saber si está a una en cuanto al tamaño del proyecto, su alcance geográfico (local, biorregional o global), su apertura al exterior, etc.
Dimensión ecológica. Aunque todavía muy pocos proyectos de emprendimiento tienen completamente en cuenta esta dimensión, cada vez más grupos empiezan a introducir consideraciones ecológicas en su visión común. Los temas principales aquí serían: agua, energía, transporte, contaminación y gestión de residuos, alimentos y construcción; además de otros temas transversales referidos al diseño global del proyecto. Un grupo debe incluir en su visión común cuál es su parecer sobre estos temas, si el proyecto aspira a tener una huella ecológica reducida, si pretende ser un proyecto neutro en emisiones de CO2, si aspira a la autosuficiencia energética o al uso de energías renovables, si la soberanía alimentaria o la producción ecológica de alimentos son asuntos importantes para el grupo, si se quiere utilizar un enfoque sistémico como los que proporciona la ecología industrial o la permacultura, etc. De nuevo, en caso de duda y desconocimiento, resulta útil pedir ayuda y dejarse asesorar por un experto.
Dimensión económica. En los últimos años se han multiplicado los signos de una nueva economía que no aspira tanto a la obtención pura y dura de beneficios privados, sino a la creación de riqueza colectiva y la satisfacción de necesidades personales no exclusivamente materiales. Dentro de esta economía, los principales asuntos que un grupo debe tener en cuenta tienen que ver con la propiedad, la producción, el trabajo, el dinero, y el alcance. En relación con el tema de la propiedad las opciones van desde la propiedad colectiva a la propiedad privada, pasando por diferentes formas mixtas. Por ejemplo, algunas ecoaldeas mantienen la propiedad colectiva del suelo, pero permiten la propiedad de la vivienda, o la existencia de empresas privadas. Y lo mismo ocurre con los frutos del trabajo: en las comunidades de economía común toda la riqueza producida se gestiona colectivamente, independientemente de la aportación individual; mientras que en las ecoaldeas de tipo ‘covivienda’, cada familia gestiona sus ingresos y contribuye a la comunidad con un fondo común. Todas las opciones son válidas siempre que se pongan en marcha mecanismos para asegurar que nadie queda al margen de la riqueza colectivamente creada (seguridad económica).
En el tema de la producción, un grupo debe tener claro qué está dispuesto a producir y qué queda fuera por razones éticas o de otro tipo. Si el grupo apuesta por un desarrollo sostenible es bueno aclarar qué se entiende por esto, ya que el término es demasiado vago. En relación al trabajo, resulta conveniente saber si el grupo apuesta por una valoración igualitaria del tiempo de trabajo (una hora es una hora para todos los trabajos) o prefiere valorarlo desigualmente siempre que se respeten ciertos límites. Si se espera que todos los miembros del grupo trabajen por igual, o se va a permitir que cada uno elija cuánto quiere trabajar (lo que de alguna forma, mide el grado de compromiso con el proyecto). En el tema del dinero, un grupo debe plantearse si admite cualquier fuente de financiación o no, dónde guardar los ahorros o en qué proyectos externos invertirlos, si funciona sólo con moneda de curso legal o está dispuesto a aceptar monedas complementarias, etc. Por último, en cuanto al alcance del proyecto, de nuevo es importante plantearse si se apuesta por una economía local o de escala, o por una economía más global y en qué grado.
Dimensión cultural. Tal vez el principal asunto de esta dimensión que puede marcar diferencias claras en un grupo tiene que ver con los estilos de vida. Las opciones son muchas, desde la apuesta por una simplicidad radical, sin apenas consumo, energía o tecnología punta, hasta la aceptación de diferentes grados de confort material. O la preferencia por ‘más estructura’ versus ‘dejarse fluir’. Ambas suelen ser una fuente de problemas si no se consideran a tiempo. También en el tema de la espiritualidad, otro asunto que puede suponer diferencias insalvables, es recomendable que el grupo deje clara su postura desde el inicio, al menos si el tema es relevante para algunos miembros. La relación con los animales suele ser igualmente un tema que genera controversia, especialmente si en el grupo hay personas muy sensibles al trato que se suele dar a los animales domésticos. Educación y salud son, finalmente, dos temas normalmente importantes para grupos que quieren vivir en comunidad. Sería, por tanto, recomendable que hablaran de ellos y comprobaran el grado de acuerdo que tienen al respecto.
Una visión común no es, finalmente, un documento estanco que el grupo establece de una vez por todas. Lo lógico es que el grupo revise su visión común de vez en cuando, al menos cuando la propia historia del grupo le lleva a reconsiderar algunos de sus planteamientos iniciales. No se trata de volver a pasar por este difícil proceso cada año, pero sí contar con la flexibilidad suficiente como para incorporar algunos cambios que parecen naturales con el tiempo. Igualmente importante es que cualquier persona que quiera incorporarse al grupo más tarde tenga conocimiento inmediato de su visión común, y que pueda decidir su incorporación a partir de una reflexión meditada de este documento.
* Como ejemplos de técnicas de creación de visiones compartidas cabe citar el método de Historias del Futuro, desarrollado por Warren Ziegler y expuesto por Andy Langford en su manual Designing Productive Meetings and Events (se puede descargar gratuitamente desde http://www.selba.org/SelbaPublicaciones.htm), el método desarrollado por el Rocky Mountain Institute y expuesto en el libro Economic Renewal, la técnica conocida como Indagación Apreciativa (http://en.wikipedia.org/wiki/Appreciative_inquiry), o los diversos ejercicios aportados por Diana Leafe Christian en su libro Crear una vida juntos (ed. Cauac).
2 may 2012
La necesidad de pertenencia
Pertenecer y ser aceptado por un grupo es, según Maslow y otros autores, una necesidad humana fundamental. La mayoría de los seres humanos muestran un claro deseo de pertenecer y ser parte de algo más grande que ellos mismos. Esta necesidad de pertenencia desborda el ámbito familiar donde se satisface inicialmente y se extiende después al trabajo, al grupo de amigos, al barrio o comunidad local donde vivimos, y a las diferentes asociaciones y redes culturales o sociales con las que nos relacionamos a lo largo de nuestra vida. Pertenecer y ser aceptado en un grupo nos permite desarrollar relaciones sólidas y estables con otras personas y participar del flujo afectivo que las recorre. En este sentido, la necesidad de pertenencia es, en última instancia, la necesidad de dar y recibir afecto de otras personas, de ser parte de un entramado sólido de relaciones afectivas que nos nutren y que sostienen nuestra existencia.
Es cierto que algunas personas prefieren estar solas y apenas se involucran en colectivos o redes sociales. Sin embargo, salvo que se trate de ermitaños, la mayoría de las personas mantiene una relación afectiva con otras personas y experimenta a su manera la necesidad de pertenencia. La soledad, cuando es buscada, puede ser un fuerte estímulo para el descubrimiento de uno mismo. En momentos de contemplación y silencio, nos es más fácil descubrir quiénes somos, qué queremos, así como reconectar con nuestro poder interior y aumentar nuestra auto-estima. No obstante, para que estos momentos de intimidad sean realmente beneficiosos han de ser elegidos, no impuestos. Y en general, nos resulta más fácil entrar en un tiempo de silencio y recogimiento cuando sabemos que al final nos espera el reencuentro con la gente que nos quiere y queremos, que cuando, por las razones que sean, nos vemos forzados a pasar largas temporadas sin apenas contacto con otras personas.
Es precisamente en esos momentos forzados de soledad que se revela con toda su fuerza la importancia de la necesidad de pertenencia. Las personas que, por diferentes razones (abandono, extravío, encarcelamiento, etc.), han pasado por largos periodos de aislamiento han señalado que les resultaba más difícil la gestión emocional de su situación que la privación física. Cuando el periodo de soledad se prolonga en el tiempo una persona puede sufrir diversos desordenes emocionales incluyendo insomnio, ataques de miedo, depresión, cansancio, estrés y confusión general. En una sociedad individualista como la nuestra, la soledad no elegida por la que pasan millones de personas produce síntomas similares a los anteriores, llenando la vida de esas personas de tristeza, depresión o ansiedad por un futuro que resulta difícil sin el apoyo de alguien cercano.
Desde una perspectiva evolucionista, una posible causa de esta necesidad de pertenencia se halla en un pasado remoto, cuando pertenecer a un grupo era fundamental para la supervivencia. Vivir en grupo permitía a los miembros de una tribu repartirse la carga de trabajo y protegerse mutuamente de potenciales peligros externos. En la actualidad, al menos en la sociedad occidental, esta necesidad de protección mutua no es tan evidente. Pero la necesidad quedó recogida de alguna manera en la biología de nuestro ser, y aunque ya no vivimos en tribus, la gente todavía siente el impulso de proteger y dar afecto a aquellas personas que quiere y que forman parte de sus grupos más cercanos, así cómo de sentirse protegidos y cuidados por ellos. Tal vez lo más interesante de esta incesante evolución es el hecho de que el sentido de pertenencia se ha extendido, al menos para algunas personas, a toda la familia humana y, cada vez con más fuerza, a todos los seres vivos, aunque esto se realice efectivamente a través de grupos y redes sociales concretos a través de los cuales canalizamos nuestro afecto por la humanidad y la vida.
Esta necesidad de pertenecer, de ser aceptado por un grupo, es tan grande que las personas, en general, reaccionamos mal cuando un grupo al que queremos o creemos pertenecer nos ignora, nos evita o, lo que es peor, nos rechaza de manera explícita impidiéndonos formar parte de él. El rechazo, en diferentes formas, es una práctica habitual en la familia, la escuela, en las pandillas de adolescentes, en los centros de trabajo, etc., siendo causa de graves desórdenes emocionales. Las personas rechazadas se sienten frustradas, ansiosas, solas y, en casos extremos, deprimidas y con escasa auto-estima. Con el tiempo, el temor al rechazo les lleva a mantener relaciones superficiales con la gente, evitando el compromiso y adoptando una actitud de indiferencia hacia los demás y hacia las posibilidades de colaboración con otras personas.
En el plano social, el rechazo de una mayoría dominante hacia cualquier miembro de un grupo minoritario se conoce como marginación o exclusión social. Se trata de un proceso de ruptura social (en algunos casos, como resultado de situaciones de opresión y dominación que vienen de lejos), por el que algunos grupos o personas quedan separadas de las relaciones sociales e instituciones existentes, lo que les impide una participación plena en las actividades normales de la sociedad en la que viven, hallándose por tanto en una situación de desventaja. La exclusión social suele estar relacionada con la pobreza, la falta de educación, o la pertenencia a minorías étnicas. También se aplica a formas de discriminación relacionadas con el género, la edad, la orientación sexual, las creencias religiosas, etc. Cualquiera que sea la causa, las personas socialmente excluidas experimentan síntomas similares a los comentados anteriormente, mostrando en general una baja auto-estima.
Y es que recientes estudios sobre identidad social y autoestima revelan que esta última característica no depende solamente de cualidades personales, sino del valor percibido de los grupos a los que pertenecemos. En general, las personas que forman parte de grupos con poder o bien valorados, o —y esto es lo más interesante— de grupos de los que se sienten orgullosos de pertenecer aunque se trate de grupos socialmente poco valorados o con poco poder, suelen tener más autoestima que aquellas personas pertenecientes a grupos que no valoran o que se sienten excluidas de cualquier grupo. Si pensamos, como Maslow, que la auto-estima es una necesidad humana fundamental que nos permite enfrentar la vida con más confianza, benevolencia y optimismo, conseguir nuestros objetivos y auto-realizarnos, se entiende la importancia de crear grupos y redes sólidas, que funcionen bien tanto en sus procesos internos como en la consecución de sus objetivos, dispuestos a trabajar las diferencias, fomentar la inclusión y abrazar la diversidad. Grupos, en definitiva, de los que nos sintamos orgullosos, que nos permitan satisfacer nuestra necesidad de pertenencia, reforzar nuestra autoestima, y ser canal expresivo de nuestra creatividad y confianza en la vida.
Es cierto que algunas personas prefieren estar solas y apenas se involucran en colectivos o redes sociales. Sin embargo, salvo que se trate de ermitaños, la mayoría de las personas mantiene una relación afectiva con otras personas y experimenta a su manera la necesidad de pertenencia. La soledad, cuando es buscada, puede ser un fuerte estímulo para el descubrimiento de uno mismo. En momentos de contemplación y silencio, nos es más fácil descubrir quiénes somos, qué queremos, así como reconectar con nuestro poder interior y aumentar nuestra auto-estima. No obstante, para que estos momentos de intimidad sean realmente beneficiosos han de ser elegidos, no impuestos. Y en general, nos resulta más fácil entrar en un tiempo de silencio y recogimiento cuando sabemos que al final nos espera el reencuentro con la gente que nos quiere y queremos, que cuando, por las razones que sean, nos vemos forzados a pasar largas temporadas sin apenas contacto con otras personas.
Es precisamente en esos momentos forzados de soledad que se revela con toda su fuerza la importancia de la necesidad de pertenencia. Las personas que, por diferentes razones (abandono, extravío, encarcelamiento, etc.), han pasado por largos periodos de aislamiento han señalado que les resultaba más difícil la gestión emocional de su situación que la privación física. Cuando el periodo de soledad se prolonga en el tiempo una persona puede sufrir diversos desordenes emocionales incluyendo insomnio, ataques de miedo, depresión, cansancio, estrés y confusión general. En una sociedad individualista como la nuestra, la soledad no elegida por la que pasan millones de personas produce síntomas similares a los anteriores, llenando la vida de esas personas de tristeza, depresión o ansiedad por un futuro que resulta difícil sin el apoyo de alguien cercano.
Desde una perspectiva evolucionista, una posible causa de esta necesidad de pertenencia se halla en un pasado remoto, cuando pertenecer a un grupo era fundamental para la supervivencia. Vivir en grupo permitía a los miembros de una tribu repartirse la carga de trabajo y protegerse mutuamente de potenciales peligros externos. En la actualidad, al menos en la sociedad occidental, esta necesidad de protección mutua no es tan evidente. Pero la necesidad quedó recogida de alguna manera en la biología de nuestro ser, y aunque ya no vivimos en tribus, la gente todavía siente el impulso de proteger y dar afecto a aquellas personas que quiere y que forman parte de sus grupos más cercanos, así cómo de sentirse protegidos y cuidados por ellos. Tal vez lo más interesante de esta incesante evolución es el hecho de que el sentido de pertenencia se ha extendido, al menos para algunas personas, a toda la familia humana y, cada vez con más fuerza, a todos los seres vivos, aunque esto se realice efectivamente a través de grupos y redes sociales concretos a través de los cuales canalizamos nuestro afecto por la humanidad y la vida.
Esta necesidad de pertenecer, de ser aceptado por un grupo, es tan grande que las personas, en general, reaccionamos mal cuando un grupo al que queremos o creemos pertenecer nos ignora, nos evita o, lo que es peor, nos rechaza de manera explícita impidiéndonos formar parte de él. El rechazo, en diferentes formas, es una práctica habitual en la familia, la escuela, en las pandillas de adolescentes, en los centros de trabajo, etc., siendo causa de graves desórdenes emocionales. Las personas rechazadas se sienten frustradas, ansiosas, solas y, en casos extremos, deprimidas y con escasa auto-estima. Con el tiempo, el temor al rechazo les lleva a mantener relaciones superficiales con la gente, evitando el compromiso y adoptando una actitud de indiferencia hacia los demás y hacia las posibilidades de colaboración con otras personas.
En el plano social, el rechazo de una mayoría dominante hacia cualquier miembro de un grupo minoritario se conoce como marginación o exclusión social. Se trata de un proceso de ruptura social (en algunos casos, como resultado de situaciones de opresión y dominación que vienen de lejos), por el que algunos grupos o personas quedan separadas de las relaciones sociales e instituciones existentes, lo que les impide una participación plena en las actividades normales de la sociedad en la que viven, hallándose por tanto en una situación de desventaja. La exclusión social suele estar relacionada con la pobreza, la falta de educación, o la pertenencia a minorías étnicas. También se aplica a formas de discriminación relacionadas con el género, la edad, la orientación sexual, las creencias religiosas, etc. Cualquiera que sea la causa, las personas socialmente excluidas experimentan síntomas similares a los comentados anteriormente, mostrando en general una baja auto-estima.
Y es que recientes estudios sobre identidad social y autoestima revelan que esta última característica no depende solamente de cualidades personales, sino del valor percibido de los grupos a los que pertenecemos. En general, las personas que forman parte de grupos con poder o bien valorados, o —y esto es lo más interesante— de grupos de los que se sienten orgullosos de pertenecer aunque se trate de grupos socialmente poco valorados o con poco poder, suelen tener más autoestima que aquellas personas pertenecientes a grupos que no valoran o que se sienten excluidas de cualquier grupo. Si pensamos, como Maslow, que la auto-estima es una necesidad humana fundamental que nos permite enfrentar la vida con más confianza, benevolencia y optimismo, conseguir nuestros objetivos y auto-realizarnos, se entiende la importancia de crear grupos y redes sólidas, que funcionen bien tanto en sus procesos internos como en la consecución de sus objetivos, dispuestos a trabajar las diferencias, fomentar la inclusión y abrazar la diversidad. Grupos, en definitiva, de los que nos sintamos orgullosos, que nos permitan satisfacer nuestra necesidad de pertenencia, reforzar nuestra autoestima, y ser canal expresivo de nuestra creatividad y confianza en la vida.
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