Capto la realidad a pedazos. El sol de la tarde
ilumina el lado opuesto del claustro por encima del primer piso y se infiltra
entre los arcos en los que reposan macetas de geranios y begonias. Arriba un
cacho de cielo azul sirve de telón de juegos a varias parejas de golondrinas.
Dejo que el bienestar se apodere de mi, me concentro
en esa parte del claustro, la única que llama mi atención, y me abstraigo de
todo lo demás. Caras conocidas recorren los pasillos y me guiñan un ojo al
pasar. Apenas las veo, aunque sin percatarme de ello, les devuelvo el saludo.
No pierdo la concentración, que se alza por encima del nivel horizontal en el
que se mueven las personas y ocurren las cosas. Para mi sólo cuenta ese espacio
iluminado que se abre al firmamento por entre las columnas del patio.
Ni siquiera sé qué siento o si siento algo en
absoluto, más allá de una inmensa paz. La música que me llega a través de los
cascos sirve como freno a cualquier intento de pensar algo. Resulta curioso
observar cómo la música arrastra las ideas, permitiéndome simplemente estar,
absorto en el juego de las golondrinas, en los claroscuros de los balcones y en
los reflejos de las flores en sus macetas. Tengo la impresión de que la música
arrastra también los sentimientos. Sólo queda una profunda placidez y un cúmulo
de sensaciones diversas. Diría que me encuentro ante una experiencia estética,
uno de esos momentos impregnados de belleza, en los que ésta se presenta en
estado puro, sin elaborar. Puros estímulos sensoriales que llenan mis sentidos
de luz y color, de silencio y armonía, mientras mi corazón late muy despacio y
mi respiración se acompasa con el ritmo del duende del lugar.
Llevo más de una hora tumbado en la hamaca que
cuelga en uno de los corredores del patio del claustro de este convento de San
Giorgio, contemplando extasiado ese pequeño rincón de luz que se deja ver entre
uno de los arcos, en un suave balanceo que me aleja y separa alternadamente de
esa imagen fija y retenida en mis ojos. De repente, empiezo a ser consciente
del paso del tiempo y, a la vez, una cierta inquietud se apodera de mi,
conforme la conciencia me devuelve el vacío de mi experiencia estética.
Estoy a gusto, es cierto, pero ahora descubro que
las golondrinas no han parado un instante de jugar sobre el fondo azulado del
cielo, entrando y saliendo del patio, buscando sus nidos en las arcadas de la
planta alta del claustro. Descubro que las begonias y los geranios se visten de
brillantes colores, mientras dirigen sus pétalos hacia el sol, del que obtienen
la energía que necesitan en una danza que se repite día y noche. Descubro que
los niños y niñas han estado persiguiéndose una y otra vez, explorando
cualquier recoveco del convento, llamándose a gritos, juntándose, alejándose y
siempre jugando.
Yo simplemente he estado mirando, más de una hora
completamente parado, observando atónito un pequeñísimo cacho del universo que
se abre ante mis ojos y cerrando todos mis sentidos a cualquier intromisión. He
sentido placer primero, después he sentido miedo. Las golondrinas, las flores,
los niños… todos están vivos. Su esencia es llenar el espacio, de sonidos,
colores, movimiento y también de alegría.
Me gusta el placer que resulta de la contemplación y
el silencio, pero sin alegría ¿para qué nos sirve?
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