Afortunadamente los seres humanos vivimos en un mundo de colores, un mundo alegre, gozoso, enaltecido con la enorme variedad de colores que nos acompañan y que llenan de regocijo cada uno de los rincones y espacios que visitamos cada día. Evidentemente, hay colores que nos gustan más que otros, aunque ninguno sobra, todos son necesarios para resaltar contrastes y matices, para componer luminosas melodías que, como una dulce música, nos atraviesan el alma. ¡Sería tan triste perder la capacidad de vivir la vida en colores, tener que habitar a la fuerza un mundo monótono y gris!
Y sin embargo, es esto lo que hacemos cada vez que negamos a alguien su derecho a defender una opinión, a expresar un punto de vista, a traer a la conversación un color que descartamos de antemano. Con cada rechazo, con cada negación a la expresión diferente del otro, estamos perdiendo un color en nuestras vidas, convirtiendo el mundo en un espacio un poquito más gris. Reivindicamos el derecho a discrepar, a no ser engullidos en una gran corriente cultural de pensamiento único, y eso está bien. Pero a veces no nos damos cuenta que el represivo censor también está en nosotros, semioculto en expresiones como ‘anda ya, no digas tontadas’ que se nos escapan en situaciones en que tenemos poder, suficiente poder como permitirnos descuidar nuestra relación con una persona que, apabullada, sólo puede agachar las orejas y callarse.
A veces nos sentimos tan apegados a nuestro color, el color de nuestras creencias, de nuestras ideas, de nuestra forma de ver el mundo, que perdemos la capacidad de reconocer y honrar la diversidad de colores que nos rodea. En momentos así haríamos bien en preguntarnos de dónde surge esa íntima y profunda convicción de tener razón, por qué nos resulta tan difícil admitir que tal vez el otro también tiene algo que aportar, que también tiene una parte de la verdad. Si nos adentráramos en estas preguntas, posiblemente descubriríamos que la razón juega un parco papel en todo este proceso, y que aunque tratemos de traer una y mil razones para justificar nuestra causa y denigrar la contraria, lo que de verdad nos influye es el juego de apegos y bloqueos emocionales que nos atraviesan inconscientemente y que posiblemente se remonten a tiempos bien pasados. Con un poquito de trabajo y de práctica aprenderíamos a escuchar al otro en su expresión de lo diferente sin ofendernos ni querer convencer, aprenderíamos a observar el mundo de las ideas como un mundo de colores diversos en el que lo importante no es tanto lo que alguien dice, el color que trae, sino el colorido paisaje que creamos entre todos. Exceptuando a quien defiende explícitamente la violencia o cualquier forma de opresión, un color que sólo se puede asumir desde la infinita compasión, el resto de ideas podrían verse como las piezas de un puzzle que sólo cuando nos damos tiempo para escuchar y encajar nos revelan su tesoro, su profunda sabiduría.
Si los seres humanos hemos sido capaces de convertir en arte la multiplicidad de colores que nos ha dado la vida, haciendo de la pintura una de las principales manifestaciones de la genialidad humana, ¿por qué no podríamos aprender a hacer un arte de la multiplicidad de ideas que pueblan nuestras conversaciones, aunque no estemos de acuerdo con algunas de ellas, aunque muchas nos choquen, nos cuestionen profundamente o nos molesten? Este es el oficio del élder, quien como un adiestrado pintor, acoge en su paleta la diversidad de ideas y creencias, y crea un espacio en el tablero de la vida para que pueda emerger la sabiduría colectiva.
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