Si miro por la ventana de casa veo un enorme saúco con sus frutos a punto de madurar. Más allá, una pradera de hierba y un gatito royo que se entretiene con las flores. Al fondo mi vecino F sale de casa para dar su paseo matutino. Ayer tarde me contó las dificultades de la expedición matinal a la fuente del agua y el duro trabajo para desenterrar una balsa que podría darnos un poco de agua, ahora que ya se secó el barranco y el agua no llega al pueblo. Poco antes, había charlado un rato con M, quien está desescombrando una ruina. Quedamos en echar unas horas las próximas tardes, justo cuando el sol empieza a bajar. Todo esto ocurre en Artosilla, un pueblo de vecinos con sus problemas, sus conflictos y unas relaciones que, sin duda, podrían ser mejores. Sin embargo, hay algunas reglas básicas que operan por debajo de las diferencias visibles. En caso de dificultades, como la falta de agua, o de trabajos que desbordan la capacidad de un vecino, como desescombrar, todos echamos una mano, cada cual según sus posibilidades. La casa de M está justo enfrente de la mía, es una casa real, bueno una ruina real, con muros de piedra y argamasa de barro. Su esfuerzo para sacar los escombros del suelo es real, a base de pico, pala y carretillo. Vaciar la balsa anegada de barro para buscar agua es un hecho real, con varias manos y mentes cavilando para hacer más llevadero el trabajo. En Aineto, el pueblo de al lado, me contaba mi amiga S, que varios vecinos se han puesto unas vacas para hacer queso, con la intención de complementar el escaso trabajo remunerado existente en la zona. Sin duda, unas vacas reales, que hay que dar de comer y ordeñar todos los días. A veces se escapan y entonces hay que ir a buscarlas al monte.
Por el contrario, si miro por la ventana de mi ordenador veo un mundo muy diferente que llega hasta mi a través de la prensa digital, del Facebook o el Twitter, con titulares que hablan un día sí y otro también de una crisis económica insostenible, consignas lanzadas en la red para que unos, que al parecer ganan mucho, se bajen los sueldos o directamente dejen sus cargos de pésimos gestores, y otros, que no ganan tanto, se unan en su protesta contra quienes nos gobiernan, contra los bancos o los especuladores sin escrúpulos. Si unos avisan de más recortes, necesarios según dicen para salir de esta crisis, otros responden con movilizaciones para evitarlos, si los primeros hablan de que las cuentas no cuadran y los recortes son por tanto inevitables, los segundos desvelan las trampas ideológicas que se esconden detrás de tales declaraciones. Es sin duda un mundo igualmente real, al menos los recortes son reales, afectan a miles, millones de personas reales, que ven mermados sus ingresos mientras aumentan sus dificultades para llegar a fin de mes. El dolor, el sufrimiento de todas las familias que se quedan sin casa, sin trabajo, sin ilusión por un futuro que se presenta cada vez más negro, es también real. Afortunadamente la ventana de mi ordenador me permite ver también otra realidad. La de todas aquellas personas que están desarrollando proyectos por un mundo más justo, más inclusivo, por un mundo en paz. Proyectos que seguramente no conocería, ni podrían inspirarme cuando quisiera volver a mirar por la ventana de la habitación.
Me encuentro así con dos formas de mirar, dos realidades paralelas, una inmediata, cercana, en mi entorno, en la gente que me rodea; la otra, casi igual de inmediata, construida en un entorno virtual que se alza sobre un mundo tan distante como real, con gente que está lejos, pero que de alguna manera también está cerca. Ambas miradas son importantes, ambas necesarias para quien se identifica como un ser ‘glocal’, para quien decide actuar en su entorno inspirado por lo que ve en otros sitios, para quien cree que su acción puede ser un ejemplo inspirador para otros. Poco a poco una nueva realidad va surgiendo en respuesta a estas dos miradas. A través de mi experiencia local pongo sonidos, aromas, emoción a lo que percibo en el mundo virtual. Gracias a lo que veo más allá de mis ojos, mi realidad inmediata se llena de ilusión y de sentido. En esta nueva realidad, Artosilla deja de ser una pequeña aldea perdida en tierra de nadie, y se convierte en un nodo más de una tupida red de conexiones que alumbran un nuevo mundo. Mi vecino M, aunque él no es muy consciente de todo esto, no está solo, a través de la ventana de mi ordenador una nueva realidad espera agazapada su llamada.
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