Es posible que cuando te hable no me comprendas, y cuando tú me hables yo no te comprenda. Aun cuando utilicemos el mismo idioma. Comprendernos cuando hablamos es entrar en un universo compartido de significados que aluden a experiencias únicas y con todo necesariamente similares. No siempre existen esos referentes comunes, esos lugares que visitamos por separado a lo largo de nuestra vida y que nos hacen sentir, experimentar, vivir algo que compartimos todos los seres humanos. Podemos hablar del amor, del poder, de la solidaridad... y estar convencidos de que hablamos de lo mismo, y tal vez así sea muchas veces, especialmente cuando hay sintonía, pero otras, en contextos más difusos, cuando entran en juego otras muchas ideas que hemos ido adquiriendo mientras crecemos —algunas las apreciamos tanto que las llamamos ‘valores’—, es muy posible que no hablemos de lo mismo y que al cabo de un rato de profunda incomunicación mostremos incluso nuestra insatisfacción, tal vez nuestra rabia, por no poder penetrar la densa barrera del otro. Entonces ya no hablamos, simplemente discutimos. Las palabras son el gran regalo de Prometeo a la humanidad y con ellas hemos concebido las cosas más sublimes. Cuando las utilizamos desde nuestra incomprensión para vencer a quien tampoco nos comprende, sólo son un arma arrojadiza, un instrumento de poder, a veces un vehículo para el insulto y la descalificación del otro.
Claro que tú y yo hemos comunicado muchas veces sin necesidad de utilizar palabras. En alguna ocasión nos hemos mirado a los ojos, dejando caer una lágrima mientras nos alejábamos en direcciones contrarias. En otro momento bailamos juntos, sintiendo el calor de nuestros cuerpos cercanos. Incluso hicimos el amor explorando juntos territorios de perfil cambiante, mientras nos sentíamos profundamente comprendidos. Un día te he visto reír, saltar y jugar como un niño pequeño, llenando el espacio con tu explosión de alegría. Otro he visto la ira reflejada en tu rostro, la mueca de rabia, angustia, impotencia o amenaza que reemplaza toda palabra cuando el miedo aflora ante lo extraño o lo diferente. Junto con las palabras, el cuerpo es mi mejor recurso expresivo. De hecho, casi todo lo que te digo cuando te hablo, te lo digo con el cuerpo. La palabra hablada, sin las posibilidades expresivas del cuerpo —tono, modulación, intensidad de la voz, gestos con la cara o con las manos, postura, posición, etc.— apenas produce una cantinela insulsa incapaz de dejar huella. Juntos, podemos estar hablando o en silencio, mirarnos a los ojos o darnos la espalda, pero en tanto que seres vivos y expresivos, siempre estamos comunicando.
No siempre estamos juntos, al menos no en el mismo espacio físico. Pero seguimos conectados. Yo te guardo en mi memoria. Seguramente tú también te acordarás de mi. Yo no me olvido de las veces que te has burlado de mi, no me olvido de tus desprecios constantes, no me olvido de tus abusos, tus maneras prepotentes, tu intransigencia, tus gritos... Algunas cosas las tengo tan grabadas que no sólo son recuerdos tuyos que guardo en mi mente, están también en mi cuerpo, me producen escalofríos en la piel o temblores en las manos, me revuelven el estómago o agitan violentamente el latir de mi corazón. También guardo sensaciones dulces que me invitan a una sonrisa, aunque ahora no recuerdo si fuiste tú quien me tranquilizaste con tus palabras y con tu mirada cálida y acogedora. Mi cuerpo, tu cuerpo, no deja de registrar hábitos, de almacenar en la mente y en la piel experiencias que se nos repiten una y otra vez. La mayor parte de lo que expresamos, con la palabra o con el cuerpo, en tu presencia o en soledad, es pura repetición de hábitos adquiridos. Ideas repetidas, gestos repetidos, hábitos contraídos. De algunos soy consciente, otros operan sin tenerme en cuenta, desde el profundo inconsciente. Cuando estoy contigo, cuando pienso en ti, cuando te siento en mi, una y otra vez, casi sin excepción, recurro a caminos muchas veces transitados, ni buenos ni malos, simplemente conocidos. No me desnudo ante ti, no sabría, aunque sé que es posible hacerlo.
En tu presencia o ausencia, contigo y con quienes comparto un sueño, una visión, un trabajo, una manera de vivir el día a día, con todos vosotros estoy conectado. De la misma manera que tú estás conectado con toda la gente que forma o ha formado parte de tu vida. Conexiones distintas con gentes y grupos distintos. No son sólo las palabras quienes hacen de vínculo, ni tampoco los gestos, ni los recuerdos, aunque así lo creamos. Contraer hábitos es robar un cachito de identidad a un ser que se expresa cada día en todo lo que somos. Mis ideas más queridas, las más odiadas, las más difíciles (hábitos de la mente) son la expresión de un ser que se manifiesta preferentemente a través de la palabra. Mis gestos más seductores, los más agresivos, los más dulces (hábitos del cuerpo) son igualmente la expresión de un ser que se manifiesta a través de mi cuerpo. Mis explosiones de alegría o de rabia, mis enfados, mi ternura, todo ello es la expresión de un ser que se expresa a través de mi plano emocional. Es verdad que la expresión es única porque yo soy único, nadie ha vivido mi vida, pero el ser es el mismo para ti y para mi. Cuando estamos juntos, tú y yo, todos nosotros, hay un ser que se expresa a través de nosotros, que quiere hacerse visible a través de la palabra, de las emociones, de los flujos invisibles de atracción y repulsión que llenan el espacio que creamos entre todos. Es un ser que se expresa a través de todos los roles que jugamos, cuando tiramos de la gente para sacar adelante un proyecto o nos dejamos arrastrar, cuando apoyamos una propuesta ajena o nos enfrentamos a ella, cuando nos sentimos unidos y, también, cuando discutimos y nos sentimos alejados, cuando conseguimos nuestros objetivos y lo celebramos o cuando estamos atascados y en conflicto.
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