Siempre he tenido una gran fe en el ser humano. Con sus miserias, sus conflictos, o sus dificultades para vivir la vida desde la tolerancia y el respeto. Cuando me preguntan cómo podríamos crear proyectos y comunidades sostenibles, capaces de aprender del conflicto y no acabar destruidos por él, mi respuesta es sencilla: creemos espacios de participación que acojan todas las voces. Espacios en los que poder hablar y escuchar, desde la palabra honesta, desde el silencio y el respeto, desde la aceptación de quienes se muestran diferentes, aunque no nos guste lo que dicen, ni tampoco cómo lo dicen. Espacios acogedores y seguros en los que poder abrirnos, mostrar nuestros miedos y barreras, nuestra tristeza o rabia, tanto como nuestra alegría o determinación, nuestra claridad, comprensión y amor. Espacios en los que procesar nuestras diferencias y reconocernos en lo que somos en el espejo de los otros.
No conozco muchos grupos que hayan creado un espacio de participación como el descrito. No es fácil, porque ¿quién lo podría sostener? En cuanto el conflicto se extiende el grupo se polariza, dejando sin espacio a quienes prefieren mantenerse al margen. Y aunque algunas personas puedan conseguirlo, ni siquiera es suficiente para sostener un espacio así. Se necesitan personas que no toman partido y tampoco se mantienen al margen, sino que se sientan en el fuego del conflicto acogiendo amorosamente a quienes defienden una idea y a quienes defienden la contraria. No juzgan a nadie ni buscan convencernos de una verdad que no tienen, tampoco pretenden mediar entre partes enfrentadas ni tienen como objetivo la reconciliación y el perdón. Simplemente están, conscientemente presentes, en una escucha sin juicio, acompañando las personas y el proceso que están viviendo, abiertas a lo desconocido que pueda surgir en cualquier instante. Personas con la sabiduría y compasión del élder.
El élder es un rol en el campo grupal, un rol que puede aparecer puntualmente a través de una persona, pero que también puede permanecer invisible y, con todo, sostener desde el silencio ese espacio en el que el grupo se abre a las sombras y a lo desconocido. Para que aparezca en un grupo basta con creer en él, con darle espacio, con estar atentos a las señales que nos envía. Un grupo que se abre a la compasión del élder está plantando las semillas para un futuro amable y próspero. Cualquier persona puede traer el rol del élder siempre que sea capaz de conectar con él. No es fácil, pero tampoco es imposible. Y aunque no se conocen estudios que enseñen a ser élder, sabemos de algunos pasos que podemos dar: quememos nuestra leña, no nos dejemos atrapar por el dolor del pasado; sentémonos en el fuego del conflicto, una y otra vez, hasta que no nos queme; aprendamos a danzar con la vida, ella es nuestra maestra.
23 dic 2012
28 nov 2012
Ser revolucionario, ser feliz
Ultimamente apenas presto atención a mis pensamientos, pues hace tiempo que descubrí que no eran míos, que el pensar es un acto colectivo en el que estamos inmersos todos los seres humanos y no sólo quienes parecen detentar el monopolio del pensamiento. Todos los seres humanos, incluso todos los seres vivos en tanto que agentes de un mundo en permanente cambio, somos seres pensantes, pues hoy sabemos que hacer y pensar son inseparables. Raras veces me siento atravesado por una nueva idea, sobre mi o sobre el mundo, y cuando esto ocurre noto como esa idea me permite descubrir capas desconocidas de mi ser, explorar territorios desconocidos de mi conciencia. Suele ser un proceso difícil, casi siempre ligado a la acción, a la exposición de mi ser en el entramado de relaciones que me sostienen, al desbordamiento de mis límites de seguridad interior. Después, en la cálida reflexión que acontece después, surge la dicha, el placer de saber un poquito más de mi, de saber un poquito más de la gente que me rodea, y del mundo que nos sostiene a todos.
Tampoco presto mucha atención a mis deseos, pues descubrí igualmente que tampoco son míos, que el desear es sólo algo que me atraviesa y que surge en otro lado. Mayormente en algún lugar de esa mente cultural que conforma modas, gustos y tendencias, y que me deja bastante indiferente. Raramente en lugares singulares de esa misma mente colectiva en los que cristalizan ideas creativas antes de convertirse en visiones para un mundo mejor. Y sí, me gusta dejarme atravesar por ese deseo singular que se apodera de mi en forma de visión y marca mi destino. Cuando el deseo de realizar una visión me atraviesa, la libertad como elección pierde sentido. En momentos así, no hay nada que pensar, nada que elegir, sólo seguir el camino marcado, sin poder evitarlo. Hace tiempo llamé a esto felicidad.
Y apenas presto atención a mis emociones, pues más allá del sentir inmediato ligado a hechos concretos, el fondo de muchas de ellas es el barrunto de una sociedad triste, agresiva, anclada en el dolor. He tenido que pasar por muchos momentos de tristeza, melancolía y depresión para darme cuenta que gran parte de esa tristeza no era mía, que yo sólo estaba siendo cauce expresivo de un mundo triste. Ahora me arrimo a lugares que cultivan emociones alegres como quien se arrima al ascua de un fuego en invierno. Y no, no estoy huyendo de nada, sólo que me he dado cuenta de que cambiar el mundo no se hace sólo con palabras o gestos, se hace con una sonrisa auténtica que brota de un corazón alegre. Hoy en día sé que no se puede ser revolucionario sin ser feliz.
Tampoco presto mucha atención a mis deseos, pues descubrí igualmente que tampoco son míos, que el desear es sólo algo que me atraviesa y que surge en otro lado. Mayormente en algún lugar de esa mente cultural que conforma modas, gustos y tendencias, y que me deja bastante indiferente. Raramente en lugares singulares de esa misma mente colectiva en los que cristalizan ideas creativas antes de convertirse en visiones para un mundo mejor. Y sí, me gusta dejarme atravesar por ese deseo singular que se apodera de mi en forma de visión y marca mi destino. Cuando el deseo de realizar una visión me atraviesa, la libertad como elección pierde sentido. En momentos así, no hay nada que pensar, nada que elegir, sólo seguir el camino marcado, sin poder evitarlo. Hace tiempo llamé a esto felicidad.
Y apenas presto atención a mis emociones, pues más allá del sentir inmediato ligado a hechos concretos, el fondo de muchas de ellas es el barrunto de una sociedad triste, agresiva, anclada en el dolor. He tenido que pasar por muchos momentos de tristeza, melancolía y depresión para darme cuenta que gran parte de esa tristeza no era mía, que yo sólo estaba siendo cauce expresivo de un mundo triste. Ahora me arrimo a lugares que cultivan emociones alegres como quien se arrima al ascua de un fuego en invierno. Y no, no estoy huyendo de nada, sólo que me he dado cuenta de que cambiar el mundo no se hace sólo con palabras o gestos, se hace con una sonrisa auténtica que brota de un corazón alegre. Hoy en día sé que no se puede ser revolucionario sin ser feliz.
27 oct 2012
Honrar la vida
(Una presentación entre personal y poética, apoyada en la ciencia actual más puntera, sobre la vida, el cuerpo, el alma, la mente y la conciencia)
Hay gente que dice que el alma no existe, que la mente, la conciencia, nuestros sueños e ilusiones son reducibles a la física y química del cerebro. Hay gente que dice que el cuerpo es efímero y limitado, tal sólo un trozo de barro apañado temporalmente para acoger un espíritu inmortal. Entre unos y otros, yo acojo con calidez mi cuerpo, un cuerpo lleno de vida y no sólo de átomos, un cuerpo complejo y bien organizado, magistralmente diseñado y muy eficiente. Al menos, si se le trata bien, si se le cuida un poquito y no se deja en el olvido. Mi cuerpo está hecho de vida y busca la vida, en el agua que bebe y el aire que respira, en los alimentos que come, en el paisaje que alimenta sus ojos, en la gente que le da calor. Mi cuerpo no está vivo porque yo estoy vivo. Está vivo porque pertenece a la vida, porque surge de ella y se alimenta de ella. Aunque pierda la conciencia, mi cuerpo sigue vivo y se aferra a la vida.
Hay gente que dice que la vida surgió por azar en la Tierra, fruto de una imposible combinación entre átomos que interactuaban aleatoriamente entre sí. Hay gente que dice que la vida llegó del espacio, que la trajo un cometa que pasó cercano, quién sabe de dónde. Yo me inclino a pensar que la vida surgió en la Tierra porque de alguna manera su germen ya estaba en esa materia que conforma el universo. No fue el resultado de una combinación imposible, más bien el destino necesario de una materia que lleva la vida consigo, presta a emerger cuando se dan las condiciones apropiadas. En la Tierra materia y vida establecieron una simbiosis perfecta que se ha mantenido durante millones de años. La vida participa activamente en los flujos básicos de la Tierra, en el ciclo del agua, del carbono, del nitrógeno. La vida da forma a valles y montañas que cubre de bosques, de animales y plantas. La vida anima el fondo de los mares, influye en la temperatura del agua, empuja las corrientes marinas. La vida son miles de millones de bacterias, de pequeños organismos unicelulares, presentes en todos los procesos de regulación que afectan a este planeta. Y son todos los animales y plantas que, una y otra vez, reciclan la materia al hacerla pasar por sus cuerpos, para robar entropía al universo y mantener viva la vida. Los humanos tendemos a ver la vida como formada por individuos frágiles y desconectados en un planeta inerte, hostil, al que es necesario vencer y conquistar. Sólo porque nos vemos a nosotros mismos como individuos frágiles y desconectados en un planeta hostil que queremos conquistar. En realidad todos los seres vivos son diferentes manifestaciones de una misma vida en perfecta simbiosis con un planeta que la acoge, los humanos no somos una excepción. Cuando yo muera, mi cuerpo, recompuesto en millones de bacterias y microorganismos, seguirá siendo vida. La muerte de un individuo no es la muerte de la vida, sólo un proceso más de la permanente transformación en la que ésta se halla inmersa.
La vida es, por otra parte, inseparable de la inteligencia. Todos los procesos que acompañan la vida son hermosos, eficientes, y sin duda, inteligentes. ¿O acaso no es una muestra de inteligencia que unas pequeñas bacterias fueran capaces hace miles de millones de años de utilizar la energía del sol para obtener su alimento? ¿O que otras fueran capaces de utilizar el abundante y hasta entonces mortal oxígeno de la atmósfera en su propio beneficio? ¿O que algunos seres vivos crearan los medios para moverse y desplazarse hasta lugares remotos? ¿O que la vida se diversificara en multitud de organismos distintos que pudieran colonizar ecosistemas muy diferentes? Hay gente que dice que todo eso es fruto del azar y de la necesidad, y que no hay nada inteligente en ello. Otros, sin embargo, afirman que la mente y la inteligencia acompañan la vida desde sus orígenes. Si la inteligencia es la capacidad de un ser para adaptarse con éxito a un entorno cambiante, hay que decir entonces que la vida es sumamente inteligente.
Así pues, mi cuerpo está lleno de vida, piense lo que yo piense, crea lo que yo crea. Y dispone de mecanismos sumamente inteligentes para enfrentarse a situaciones muy diversas y complejas, algunas de las cuales ni siquiera requieren mi participación consciente. Es el caso, por ejemplo, de las emociones. Los seres humanos pensamos que el cuerpo sólo se ocupa de respirar, ingerir alimentos, movernos y poco más. Ignoramos que las emociones son una herramienta más, desarrollada por la vida, para permitir a los seres vivos dar una respuesta rápida y eficiente en situaciones cambiantes en su entorno. Una emoción tan antigua como el asco es compartida por muchos seres vivos que, de manera intuitiva, saben alejarse rápidamente de alguna cosa que pueda afectar su integridad. De la misma manera que la emoción de agrado les lleva inexorablemente hacia el objeto que es causa de su bienestar. Asco y agrado ponen en movimiento el cuerpo mucho antes de que seamos capaces de procesar conscientemente qué ocurre. Alegría, tristeza, rabia, cansancio, dolor, bienestar... son otras emociones que compartimos con muchos seres vivos, están a nuestra disposición para su uso inmediato y nos ayudan a adaptarnos mejor a entornos cambiantes sin necesidad de pensar en ello. Si las emociones son el núcleo del alma, como pensaron los antiguos, entonces hay que convenir que alma y cuerpo forman una unidad indisoluble, pues no hay emociones sin un cuerpo que se emocione, un cuerpo vivo y bien equipado para poder cumplir su función de seguir vivo.
Cierto que las emociones de los seres humanos pueden ser más complejas que en otros seres vivos y, convertidas en sentimientos (emociones sentidas por un yo consciente), no son algo exclusivo del cuerpo, están también mediadas por la mente, por nuestros pensamientos, nuestro pasado y nuestras expectativas de futuro. Sí, pero ¿qué es la mente? ¿qué papel juega en los seres vivos? Durante mucho tiempo, mientras prevaleció el modelo cognitivo informático, se pensó que la mente era sólo un conjunto de actividades computacionales fácilmente modelables. Poco después, y tras fracasar el intento de la inteligencia artificial, se descubrió que las actividades que llamamos mentales son prácticamente inseparables de un cuerpo que las sostiene, que los modelos informáticos son totalmente incapaces de reproducir las actividades más básicas de una mente viva, corporeizada, arraigada en un cuerpo vivo. Para algunas personas, entre las que me encuentro, hay mente desde el mismo momento en que hay vida. La mente no sería algo que se añada a la vida en una fase posterior, sino algo que surge con ella. La mente, la cognición, la inteligencia es inseparable del hecho de vivir, pues todo vivir encierra un saber, el saber de mantener la vida en un entorno cambiante, el saber adaptarse a nuevas condiciones, el saber huir del peligro y acercarse a lo que nos permite estar bien. Este saber es algo que los humanos compartimos con todos los seres vivos y, por tanto, todos tienen mente. Incluso, aún definiendo la mente, en un sentido más restringido, como la capacidad de un ser vivo para extraer información de sí mismo y de su entorno, procesarla internamente y actuar en consecuencia, se podría decir que todos los seres vivos disponen de algún tipo de habilidad mental. Tal vez, en este caso, no se trate de una capacidad individual, pero sí colectiva.
En los seres humanos y otros seres vivos la mente se entiende como una cualidad del individuo y está ligada a la existencia de un cerebro o un sistema nervioso, pero no debemos olvidar que hay organismos vivos que no disponen de cerebro y que, al menos colectivamente, dan muestras de inteligencia y de llevar a cabo funciones propias de una mente. ¿Qué decir por ejemplo de la capacidad que tienen las bacterias, para compartir información genética entre ellas y actuar colaborativamente en su propio beneficio. No tienen cerebro ni capacidad para procesar individualmente ningún tipo de información. ¿Cómo lo hacen? En otros casos, como las hormigas, sí existe un cerebro simple, pero con sus pocos cientos de miles de neuronas apenas da para mantener la coordinación de su cuerpo. ¿Cómo hacen entonces las hormigas para crear esos grandiosos hormigueros o llevar a cabo complejas tareas para las que ninguna hormiga individual está preparada? Y ¿qué decir de las plantas? Tampoco tienen cerebro ni sistema nervioso, y sin embargo son perfectamente capaces de responder a estímulos externos —algunos tan increíbles como la música o el estado emocional de las personas—, de comunicar entre ellas y actuar colectivamente. Me parece ingenuo pensar que estas respuestas sean fruto de un juego de azar y necesidad, según el cual un determinismo estricto en los comportamientos alterna con el azar de mutaciones aleatorias para conseguir la respuesta más adaptativa. ¿No se nos escapa algo en esta explicación? ¿no estaremos juzgando desde una limitada capacidad de la mente humana para describir el mundo? Es lo que piensan cada vez más personas.
La mente es un regalo de la vida, una cualidad emergente de los sistemas vivos para ser exactos, un proceso y no una cosa, dirán otros. Pero, en todo caso, no es algo que la vida nos haya querido dar en exclusividad a los seres humanos, ni siquiera a los animales superiores. De alguna manera, todos los seres vivos tienen acceso a algún tipo de capacidad mental, aunque no dispongan de cerebro o el que tienen no alcance para actuar en procesos muy complejos. Pero es que además, más allá de la mente individual, la idea de una mente colectiva se va extendiendo con fuerza. Una mente que surge de, y apoya los sistemas vivos, pero que no necesita un cerebro como soporte. Es evidente que esa mente colectiva que podemos ver en colonias de insectos sociales está intrínsecamente ligada a los individuos que forman la colonia, no es algo separado de ellos, ni siquiera del entorno en el que actúan. Pero tampoco es la suma de sus mentes individuales. Es una cualidad del grupo como totalidad, una propiedad emergente de un sistema vivo formado por individuos vivos. En el caso de los seres humanos nos sentimos tan orgullosos de nuestra mente individual que apenas ahora estamos prestando atención a esta idea de mente colectiva. Los seres humanos formamos grandes colonias que llamamos comunidades (grupos, pueblos, ciudades, biorregiones, redes, sociedades...), en última instancia somos parte de la humanidad como un todo. Tenemos muy clara nuestra conciencia como individuos, pero parece que hayamos perdido la capacidad de vernos también como parte de las comunidades y ecosistemas en los que estamos inmersos. Anteponemos los deseos individuales a las necesidades colectivas, la libertad individual al bienestar del grupo, las necesidades de la especie a las necesidades de la naturaleza y, en consecuencia, de la propia vida. Lo hacemos, sin duda, por razones culturales, por seguir las reglas de patrones sociales que, en última instancia, son el resultado inconsciente de nuestra mente colectiva. Pero, me pregunto..., si las hormigas, o las abejas, o incluso las bacterias, son capaces de actuar inteligentemente como grupo en pos del bienestar de la totalidad, ¿por qué los seres humanos no habríamos de poder actuar inteligentemente como grupo en pos del bienestar de nuestras comunidades, y de la humanidad y la vida en su conjunto? Tal vez todo sea cuestión de ir más lejos en nuestra conciencia individual hasta reencontrar esa mente colectiva capaz de traer respuestas a problemas que nos desbordan como individuos. En honor de la especie humana me parece oportuno decir que, afortunadamente, esto es algo que ya mucha gente está haciendo.
Por muy compleja que sea nuestra mente, no deja de ser algo que compartimos con todos los seres vivos. ¿Hay algo, entonces, que nos hace diferentes? Podemos hablar y comunicar, pero es bien sabido que hay más seres vivos que utilizan un lenguaje de signos para comunicar. Nuestro lenguaje simbólico nos permite construir frases o pensamientos, describir el mundo que percibimos y pensar sobre él. Desde luego, esto es algo que ya no compartimos con muchos seres vivos. Si acaso algunos simios podrían haber desarrollado una capacidad mínima para la descripción simbólica del mundo y para el pensamiento, pero en sentido estricto parecen cualidades muy nuestras. Pero es que, además, los seres humanos somos conscientes de nuestra propia existencia, disponemos de un yo que vive lo que percibe, piensa o siente como algo propio e íntimo, inalcanzable para un observador externo; los seres humanos utilizamos el lenguaje no sólo para describir nuestra experiencia del mundo, o para analizar, reflexionar y razonar sobre el pasado y el futuro y poder actuar en el presente, somos capaces también de desbordar los límites de la razón a través de la imaginación y la creatividad; los seres humanos podemos elegir el destino que queremos dar a nuestra vida en un acto de voluntad, a través de una intención consciente; los seres humanos podemos alcanzar estados de conciencia inexplicables, indescriptibles, que nos ponen en conexión con una realidad que va más allá del mundo que percibimos inmediatamente a través de los sentidos... Todas estas capacidades de los seres humanos parecen superar de lejos lo que una simple mente puede llegar a hacer. ¿Es realmente así? ¿Es la conciencia, y todo lo que ella aporta, algo exclusivamente humano, extraño al cuerpo, a la materia y la vida?
Hay gente que dice que la conciencia es algo bien diferente de la mente. Tal vez todos los seres vivos dispongan de una mente, individual o colectiva. Pero la conciencia íntima de uno mismo, la conciencia en todos sus niveles y estados alterados, la conciencia creadora, amorosa o compasiva, esto sería algo exclusivamente humano. ¿Cómo podemos estar tan seguros de esto? ¿Es la conciencia, como piensan algunos, una dimensión espiritual, no material, del ser humano? ¿Es aquello que nos caracteriza realmente, que define nuestra esencia, que nos hace participes de la verdadera realidad espiritual del universo, más allá de ese velo de maya que es la realidad material? ¿O es, como piensan otros, un fenómeno emergente de la materia y de la vida, algo que se puede explicar a partir del cerebro, o al menos a partir de una mente inserta en el cuerpo y en la vida? No existe una respuesta única a estas preguntas. Tal vez no exista nunca. De momento, sólo tenemos creencias. Desde el amor y reverencia que siento por la vida no puedo ver la conciencia como algo que llega de fuera, como una cualidad puramente espiritual que llena de sentido una materia y una vida que sin ella no tendrían sentido. Por eso me inclino a pensar que la conciencia forma parte de la vida, está en la vida, es inmanente a la materia y la vida. Para mi, la conciencia es sólo una cualidad más del ser, una propiedad emergente de los sistemas vivos complejos, y en última instancia de la propia materia. El yo es una ilusión, sí, pero no porque me aleja de una realidad espiritual esencial a la que debemos volver sin falta, sino porque es tan sólo el resultado aparente de la miríada de conexiones en las que mi cuerpo está involucrado. Mi cuerpo es un organismo vivo increíblemente complejo, formado por entre cincuenta y setenta billones de células, cien mil millones de neuronas, y miles de billones de conexiones entre todas ellas y el mundo circundante. Todas esas células están organizadas en diferentes niveles de complejidad para dar en cada momento la respuesta más adecuada a los cambios del entorno a fin de mantener la vida en mi cuerpo y, de ser posible, gozar de cierto bienestar. Se trata sin duda de una organización inteligente, provista de sofisticados mecanismos que favorecen el proceso de la vida. La conciencia es uno más de estos mecanismos, poco importa si se trata de una conciencia simple que apenas es consciente de lo que percibe, o de una conciencia compleja, avanzada en su capacidad para razonar, imaginar, sentir, empatizar, amar o vivir la vida como una experiencia única y unitaria. La conciencia permea la vida, igual que la vida permea la materia. Y si la conciencia es espíritu, y no digo que no lo sea, entonces habrá que preguntarse también de qué manera el espíritu recorre la materia, pues tal vez nuestra imagen de la materia como algo inerte, sin vida ni conciencia, no sea tan cierta como pensábamos.
Sea como sea, parece claro que la conciencia es algo que evoluciona, algo en constante cambio, tanto a nivel individual como de la especie, algo que se organiza en diferentes niveles o estados, de los que sólo algunos nos son accesibles de manera habitual, mientras que a otros sólo llegamos en experiencias puntuales que jalonan nuestra vida. Es bastante probable que la aparición de la conciencia, al menos como ‘yo’ o conciencia de uno mismo, esté vinculada a la aparición del lenguaje, algo que surgió hace cientos de miles de años cuando nuestros antepasados empezaron a convertir los gestos y signos con los que se comunicaban, en gran parte haciendo uso de los manos, en símbolos provistos de un significado y, poco después, traducidos en sonidos que dieron lugar al lenguaje hablado. Es bien posible que la conciencia surgió en el momento en que un ser humano fue capaz de ver, sentir, al otro dentro de sí y convertir en un diálogo interno lo que antes era una conversación externa, una conversación sin sujetos. Es bien probable que aquella fuera una conciencia sencilla, con un yo todavía frágil e inmaduro, aferrado principalmente a la supervivencia y, todavía muy dependiente del colectivo como entidad que daba seguridad y sustento. A partir de ahí, la evolución de la conciencia fue imparable. Y aunque a nivel de especie la conciencia es algo único que evoluciona siguiendo su propio ritmo, existen importantes diferencias tanto a nivel individual como colectivo. A nivel individual, algunas personas, fruto de sus experiencias vitales, han sido capaces de llegar a niveles de conciencia impensables para el resto de sus coetáneos; han sido conscientes de cosas que a otros se nos escapan; han sido capaces de aprehender la realidad que se extiende más allá de los sentidos, de captar aspectos esenciales del mundo y del ser. A nivel colectivo, existen diferencias obvias de conciencia entre grupos de seres humanos según el desarrollo social, económico, tecnológico, cultural, de sus respectivas comunidades.
En Occidente, algunos de los procesos históricos más importantes que han moldeado la conciencia occidental son la aparición y consolidación del individualismo y de la lógica de la razón. El individuo moderno liberal es la culminación de un largo proceso histórico que, para algunos, arranca en la Grecia Clásica y culmina con la consolidación del Neoliberalismo actual, tras pasar por siglos de influencia cristiana. En el haber de este individuo moderno está el reconocimiento definitivo, incorporado en la carta de derechos humanos, del valor por igual de todos los seres humanos, independientemente del color de su piel, sexo, procedencia, edad, educación, etc. En el debe cabe mencionar la exacerbación del yo y de los deseos o apetitos individuales, en la forma de búsqueda de éxito, poder y riqueza, hasta convertir al individuo moderno en un ser orgulloso, egoísta, consumista, temeroso, desconectado de la naturaleza y la vida, y cada vez más aislado y sólo. Si el fortalecimiento de nuestro yo, y de los derechos que tenemos como individuos, nos ha permitido desenmascarar muchos de los abusos y formas de opresión bajo las que hemos vivido en el pasado y potenciar nuestra capacidad expresiva individual, un exceso de ego nos está llevando a una situación lamentable en relación con el cuidado de las personas y el cuidado de la Tierra, algo que se está traduciendo en un aumento de la desigualdad social y en un amplio deterioro de la naturaleza. El siguiente paso sólo puede ser un individuo con mayor conciencia comunitaria y de los procesos de la vida, un individuo participante, un individuo capaz de reconocerse como parte de un todo más amplio, y de entrar en espacios de participación en los que sea posible procesar la ineludible tensión entre su necesidad individual de afirmación, de autonomía, de preservar su ser y maximizar su expresión creativa, y la necesidad colectiva de mantener y cuidar de ese espacio que creamos entre todos —el espacio de la comunidad, del grupo, de los ecosistemas vivos—, un espacio que también reivindica su autonomía y su necesidad de expresión creativa.
Por su parte, la razón ha pasado en los dos últimos siglos de ser esa facultad extraordinaria del ser humano para analizar las cosas, encontrar su sentido o coherencia, justificar determinadas prácticas y comportamientos, o cambiarlos en función de la información que vamos recopilando en nuestro haber —es decir para llevar a cabo todo eso que llamamos razonar—, a querer convertirse en el único juez de la verdad, confirmando o negando lo que es real de acuerdo con su racionalidad. Ha pasado de ser un recurso más del amplio abanico de recursos que disponemos los seres humanos para tomar decisiones y enfrentarnos a situaciones complejas y cambiantes, a querer ser el único recurso disponible, determinando férreamente cómo debemos actuar en cada momento, so pena de ser tildados de locos o irracionales. Para ello, la razón ha contado con el apoyo de una cultura que se define a sí misma como racional, una cultura que ha desarrollado instituciones y prácticas que hacen gala de ser perfectamente racionales, aunque en muchos casos parezcan perfectamente estúpidas, dados los resultados.
Afortunadamente, los seres humanos tenemos la capacidad de ir más allá de la conciencia racional, igual que podemos ir más allá de la conciencia egoica e individual. Con ello, no se trata de abandonar la razón, sino de situarla en su justo lugar. Saber razonar es algo valioso, algo que podemos necesitar en muchas situaciones, pero que tiene sus limitaciones en otras muchas. Creatividad, sentimiento, intuición, compasión, ecuanimidad, discernimiento y sabiduría son algunos otros recursos de nuestra mente y conciencia a los que podemos acudir cuando sea necesario. Los seres humanos no somos tan racionales como pensamos. Ahora sabemos que nuestras decisiones individuales, teóricamente racionales, están casi siempre mediadas por emociones que, a su vez, se generan en campos de interacción social que incluyen a muchas otras personas y circunstancias. ¿Cómo actuar racionalmente, o al menos sensatamente, sin conocer la influencia de un campo emocional que, en última instancia, depende del estado de nuestras relaciones? Muchas veces, la razón es prisionera de un yo que sabe utilizar a la perfección sus razones argumentativas para conseguir lo que quiere. Un yo caprichoso y sujeto a estados de ánimo cambiantes. En grupo, la razón se ve desgarrada en manos de individuos que dicen actuar en todo momento siguiendo sus principios, ignorantes de las emociones que los recorren y que permean el campo grupal en el que están inmersos. Es obvio que la razón, sin sentimiento, sin corazón, sin compasión, no es suficiente. Tenemos que llegar más lejos, ¿estamos preparados para ello? ¿estamos listos para hablar y escuchar desde el corazón?
La inteligencia emocional, que es de lo que aquí se trata, no es el único complemento valioso para esa inteligencia racional que lleva años dominando la conciencia. Si la razón ha demostrado ser una buena herramienta para el análisis, se encuentra bastante pérdida cuando se trata de explorar los límites del conocimiento, allá donde realmente surgen respuestas y se muestran caminos novedosos que poder transitar en tiempos de crisis. Vivimos en un mundo cada vez más complejo, más impredecible, más inestable, en parte como consecuencia del aumento imparable de nuestras posibilidades de comunicación e interacción, lo que está poniendo en marcha fuerzas que apenas llegamos a vislumbrar. Nos enfrentamos a retos cada vez más difíciles para los que ninguna mente individual tiene una respuesta. Tampoco la razón, ni siquiera convertida en ciencia o tecnología. Necesitamos aprender a movernos en esa mente colectiva que apenas ahora estamos descubriendo, una mente colectiva que nos puede aportar la sabiduría que necesitamos en estos momentos. Para ello, es necesario desbordar por arriba la limitada conciencia racional, igual que es necesario desbordar por los lados la limitada conciencia individual. El saber auténtico no puede separarnos. Nos separan las razones, los argumentos, las creencias, pero no el verdadero saber. Pues todo saber viene preñado de compasión por el otro. Sin compasión, sin amor, no hay sabiduría. Si la inteligencia racional sirve para defender mi posición, mi punto de vista, y la inteligencia emocional me ayuda a empatizar e incluir también el punto de vista del otro, la inteligencia espiritual, pues así la llaman algunas personas, me permite explorar el mundo que se extiende más allá de las divergentes razones, y acceder así a un conocimiento que se nos presenta como saber verdadero, saber preñado de amor, saber válido para un determinado momento y lugar. No es un saber que traiga respuestas eternas ni que valga para todos los casos, es simplemente lo mejor que podemos dar en cada momento. En un mundo que se crea en cada instante, con cada mirada, con cada acción emprendida por cualquiera de los seres que lo conforman, la verdad no nos viene dada toda de una vez, se muestra poco a poco conforme hacemos presente un futuro que soñamos entre todos.
Llevo la vida dentro de mi, la siento en todo lo que hago. No sé muy bien qué significa estar vivo, e ignoro totalmente qué me espera tras la muerte. Tampoco me preocupo mucho por ello. No llego a comprender el significado de palabras como dios, eternidad, inmortalidad y similares. Sólo sé que cuando yo muera, la vida seguirá. Y aunque desconozco mi destino como individuo, sé que mientras viva debo honrar a la vida. Y para ello sólo puedo vivir, intensa y auténticamente, apreciar en cada instante lo que la vida es, lo que la vida me ofrece. A través de mi cuerpo, en el movimiento y la danza; a través de mi alma, manteniendo la conexión con mis emociones y favoreciendo las emociones alegres que sustentan la vida; a través de mi mente, en conversaciones que importan, que sirven para tejer redes y explorar caminos desconocidos que aportan un poco de sabiduría; a través de mi conciencia, como ser compasivo, ecuánime y lleno de amor. A través de todo lo que soy, un ser vivo, consciente y expresivo, pero también pura vida, consciencia y expresión.
Hay gente que dice que el alma no existe, que la mente, la conciencia, nuestros sueños e ilusiones son reducibles a la física y química del cerebro. Hay gente que dice que el cuerpo es efímero y limitado, tal sólo un trozo de barro apañado temporalmente para acoger un espíritu inmortal. Entre unos y otros, yo acojo con calidez mi cuerpo, un cuerpo lleno de vida y no sólo de átomos, un cuerpo complejo y bien organizado, magistralmente diseñado y muy eficiente. Al menos, si se le trata bien, si se le cuida un poquito y no se deja en el olvido. Mi cuerpo está hecho de vida y busca la vida, en el agua que bebe y el aire que respira, en los alimentos que come, en el paisaje que alimenta sus ojos, en la gente que le da calor. Mi cuerpo no está vivo porque yo estoy vivo. Está vivo porque pertenece a la vida, porque surge de ella y se alimenta de ella. Aunque pierda la conciencia, mi cuerpo sigue vivo y se aferra a la vida.
Hay gente que dice que la vida surgió por azar en la Tierra, fruto de una imposible combinación entre átomos que interactuaban aleatoriamente entre sí. Hay gente que dice que la vida llegó del espacio, que la trajo un cometa que pasó cercano, quién sabe de dónde. Yo me inclino a pensar que la vida surgió en la Tierra porque de alguna manera su germen ya estaba en esa materia que conforma el universo. No fue el resultado de una combinación imposible, más bien el destino necesario de una materia que lleva la vida consigo, presta a emerger cuando se dan las condiciones apropiadas. En la Tierra materia y vida establecieron una simbiosis perfecta que se ha mantenido durante millones de años. La vida participa activamente en los flujos básicos de la Tierra, en el ciclo del agua, del carbono, del nitrógeno. La vida da forma a valles y montañas que cubre de bosques, de animales y plantas. La vida anima el fondo de los mares, influye en la temperatura del agua, empuja las corrientes marinas. La vida son miles de millones de bacterias, de pequeños organismos unicelulares, presentes en todos los procesos de regulación que afectan a este planeta. Y son todos los animales y plantas que, una y otra vez, reciclan la materia al hacerla pasar por sus cuerpos, para robar entropía al universo y mantener viva la vida. Los humanos tendemos a ver la vida como formada por individuos frágiles y desconectados en un planeta inerte, hostil, al que es necesario vencer y conquistar. Sólo porque nos vemos a nosotros mismos como individuos frágiles y desconectados en un planeta hostil que queremos conquistar. En realidad todos los seres vivos son diferentes manifestaciones de una misma vida en perfecta simbiosis con un planeta que la acoge, los humanos no somos una excepción. Cuando yo muera, mi cuerpo, recompuesto en millones de bacterias y microorganismos, seguirá siendo vida. La muerte de un individuo no es la muerte de la vida, sólo un proceso más de la permanente transformación en la que ésta se halla inmersa.
La vida es, por otra parte, inseparable de la inteligencia. Todos los procesos que acompañan la vida son hermosos, eficientes, y sin duda, inteligentes. ¿O acaso no es una muestra de inteligencia que unas pequeñas bacterias fueran capaces hace miles de millones de años de utilizar la energía del sol para obtener su alimento? ¿O que otras fueran capaces de utilizar el abundante y hasta entonces mortal oxígeno de la atmósfera en su propio beneficio? ¿O que algunos seres vivos crearan los medios para moverse y desplazarse hasta lugares remotos? ¿O que la vida se diversificara en multitud de organismos distintos que pudieran colonizar ecosistemas muy diferentes? Hay gente que dice que todo eso es fruto del azar y de la necesidad, y que no hay nada inteligente en ello. Otros, sin embargo, afirman que la mente y la inteligencia acompañan la vida desde sus orígenes. Si la inteligencia es la capacidad de un ser para adaptarse con éxito a un entorno cambiante, hay que decir entonces que la vida es sumamente inteligente.
Así pues, mi cuerpo está lleno de vida, piense lo que yo piense, crea lo que yo crea. Y dispone de mecanismos sumamente inteligentes para enfrentarse a situaciones muy diversas y complejas, algunas de las cuales ni siquiera requieren mi participación consciente. Es el caso, por ejemplo, de las emociones. Los seres humanos pensamos que el cuerpo sólo se ocupa de respirar, ingerir alimentos, movernos y poco más. Ignoramos que las emociones son una herramienta más, desarrollada por la vida, para permitir a los seres vivos dar una respuesta rápida y eficiente en situaciones cambiantes en su entorno. Una emoción tan antigua como el asco es compartida por muchos seres vivos que, de manera intuitiva, saben alejarse rápidamente de alguna cosa que pueda afectar su integridad. De la misma manera que la emoción de agrado les lleva inexorablemente hacia el objeto que es causa de su bienestar. Asco y agrado ponen en movimiento el cuerpo mucho antes de que seamos capaces de procesar conscientemente qué ocurre. Alegría, tristeza, rabia, cansancio, dolor, bienestar... son otras emociones que compartimos con muchos seres vivos, están a nuestra disposición para su uso inmediato y nos ayudan a adaptarnos mejor a entornos cambiantes sin necesidad de pensar en ello. Si las emociones son el núcleo del alma, como pensaron los antiguos, entonces hay que convenir que alma y cuerpo forman una unidad indisoluble, pues no hay emociones sin un cuerpo que se emocione, un cuerpo vivo y bien equipado para poder cumplir su función de seguir vivo.
Cierto que las emociones de los seres humanos pueden ser más complejas que en otros seres vivos y, convertidas en sentimientos (emociones sentidas por un yo consciente), no son algo exclusivo del cuerpo, están también mediadas por la mente, por nuestros pensamientos, nuestro pasado y nuestras expectativas de futuro. Sí, pero ¿qué es la mente? ¿qué papel juega en los seres vivos? Durante mucho tiempo, mientras prevaleció el modelo cognitivo informático, se pensó que la mente era sólo un conjunto de actividades computacionales fácilmente modelables. Poco después, y tras fracasar el intento de la inteligencia artificial, se descubrió que las actividades que llamamos mentales son prácticamente inseparables de un cuerpo que las sostiene, que los modelos informáticos son totalmente incapaces de reproducir las actividades más básicas de una mente viva, corporeizada, arraigada en un cuerpo vivo. Para algunas personas, entre las que me encuentro, hay mente desde el mismo momento en que hay vida. La mente no sería algo que se añada a la vida en una fase posterior, sino algo que surge con ella. La mente, la cognición, la inteligencia es inseparable del hecho de vivir, pues todo vivir encierra un saber, el saber de mantener la vida en un entorno cambiante, el saber adaptarse a nuevas condiciones, el saber huir del peligro y acercarse a lo que nos permite estar bien. Este saber es algo que los humanos compartimos con todos los seres vivos y, por tanto, todos tienen mente. Incluso, aún definiendo la mente, en un sentido más restringido, como la capacidad de un ser vivo para extraer información de sí mismo y de su entorno, procesarla internamente y actuar en consecuencia, se podría decir que todos los seres vivos disponen de algún tipo de habilidad mental. Tal vez, en este caso, no se trate de una capacidad individual, pero sí colectiva.
En los seres humanos y otros seres vivos la mente se entiende como una cualidad del individuo y está ligada a la existencia de un cerebro o un sistema nervioso, pero no debemos olvidar que hay organismos vivos que no disponen de cerebro y que, al menos colectivamente, dan muestras de inteligencia y de llevar a cabo funciones propias de una mente. ¿Qué decir por ejemplo de la capacidad que tienen las bacterias, para compartir información genética entre ellas y actuar colaborativamente en su propio beneficio. No tienen cerebro ni capacidad para procesar individualmente ningún tipo de información. ¿Cómo lo hacen? En otros casos, como las hormigas, sí existe un cerebro simple, pero con sus pocos cientos de miles de neuronas apenas da para mantener la coordinación de su cuerpo. ¿Cómo hacen entonces las hormigas para crear esos grandiosos hormigueros o llevar a cabo complejas tareas para las que ninguna hormiga individual está preparada? Y ¿qué decir de las plantas? Tampoco tienen cerebro ni sistema nervioso, y sin embargo son perfectamente capaces de responder a estímulos externos —algunos tan increíbles como la música o el estado emocional de las personas—, de comunicar entre ellas y actuar colectivamente. Me parece ingenuo pensar que estas respuestas sean fruto de un juego de azar y necesidad, según el cual un determinismo estricto en los comportamientos alterna con el azar de mutaciones aleatorias para conseguir la respuesta más adaptativa. ¿No se nos escapa algo en esta explicación? ¿no estaremos juzgando desde una limitada capacidad de la mente humana para describir el mundo? Es lo que piensan cada vez más personas.
La mente es un regalo de la vida, una cualidad emergente de los sistemas vivos para ser exactos, un proceso y no una cosa, dirán otros. Pero, en todo caso, no es algo que la vida nos haya querido dar en exclusividad a los seres humanos, ni siquiera a los animales superiores. De alguna manera, todos los seres vivos tienen acceso a algún tipo de capacidad mental, aunque no dispongan de cerebro o el que tienen no alcance para actuar en procesos muy complejos. Pero es que además, más allá de la mente individual, la idea de una mente colectiva se va extendiendo con fuerza. Una mente que surge de, y apoya los sistemas vivos, pero que no necesita un cerebro como soporte. Es evidente que esa mente colectiva que podemos ver en colonias de insectos sociales está intrínsecamente ligada a los individuos que forman la colonia, no es algo separado de ellos, ni siquiera del entorno en el que actúan. Pero tampoco es la suma de sus mentes individuales. Es una cualidad del grupo como totalidad, una propiedad emergente de un sistema vivo formado por individuos vivos. En el caso de los seres humanos nos sentimos tan orgullosos de nuestra mente individual que apenas ahora estamos prestando atención a esta idea de mente colectiva. Los seres humanos formamos grandes colonias que llamamos comunidades (grupos, pueblos, ciudades, biorregiones, redes, sociedades...), en última instancia somos parte de la humanidad como un todo. Tenemos muy clara nuestra conciencia como individuos, pero parece que hayamos perdido la capacidad de vernos también como parte de las comunidades y ecosistemas en los que estamos inmersos. Anteponemos los deseos individuales a las necesidades colectivas, la libertad individual al bienestar del grupo, las necesidades de la especie a las necesidades de la naturaleza y, en consecuencia, de la propia vida. Lo hacemos, sin duda, por razones culturales, por seguir las reglas de patrones sociales que, en última instancia, son el resultado inconsciente de nuestra mente colectiva. Pero, me pregunto..., si las hormigas, o las abejas, o incluso las bacterias, son capaces de actuar inteligentemente como grupo en pos del bienestar de la totalidad, ¿por qué los seres humanos no habríamos de poder actuar inteligentemente como grupo en pos del bienestar de nuestras comunidades, y de la humanidad y la vida en su conjunto? Tal vez todo sea cuestión de ir más lejos en nuestra conciencia individual hasta reencontrar esa mente colectiva capaz de traer respuestas a problemas que nos desbordan como individuos. En honor de la especie humana me parece oportuno decir que, afortunadamente, esto es algo que ya mucha gente está haciendo.
Por muy compleja que sea nuestra mente, no deja de ser algo que compartimos con todos los seres vivos. ¿Hay algo, entonces, que nos hace diferentes? Podemos hablar y comunicar, pero es bien sabido que hay más seres vivos que utilizan un lenguaje de signos para comunicar. Nuestro lenguaje simbólico nos permite construir frases o pensamientos, describir el mundo que percibimos y pensar sobre él. Desde luego, esto es algo que ya no compartimos con muchos seres vivos. Si acaso algunos simios podrían haber desarrollado una capacidad mínima para la descripción simbólica del mundo y para el pensamiento, pero en sentido estricto parecen cualidades muy nuestras. Pero es que, además, los seres humanos somos conscientes de nuestra propia existencia, disponemos de un yo que vive lo que percibe, piensa o siente como algo propio e íntimo, inalcanzable para un observador externo; los seres humanos utilizamos el lenguaje no sólo para describir nuestra experiencia del mundo, o para analizar, reflexionar y razonar sobre el pasado y el futuro y poder actuar en el presente, somos capaces también de desbordar los límites de la razón a través de la imaginación y la creatividad; los seres humanos podemos elegir el destino que queremos dar a nuestra vida en un acto de voluntad, a través de una intención consciente; los seres humanos podemos alcanzar estados de conciencia inexplicables, indescriptibles, que nos ponen en conexión con una realidad que va más allá del mundo que percibimos inmediatamente a través de los sentidos... Todas estas capacidades de los seres humanos parecen superar de lejos lo que una simple mente puede llegar a hacer. ¿Es realmente así? ¿Es la conciencia, y todo lo que ella aporta, algo exclusivamente humano, extraño al cuerpo, a la materia y la vida?
Hay gente que dice que la conciencia es algo bien diferente de la mente. Tal vez todos los seres vivos dispongan de una mente, individual o colectiva. Pero la conciencia íntima de uno mismo, la conciencia en todos sus niveles y estados alterados, la conciencia creadora, amorosa o compasiva, esto sería algo exclusivamente humano. ¿Cómo podemos estar tan seguros de esto? ¿Es la conciencia, como piensan algunos, una dimensión espiritual, no material, del ser humano? ¿Es aquello que nos caracteriza realmente, que define nuestra esencia, que nos hace participes de la verdadera realidad espiritual del universo, más allá de ese velo de maya que es la realidad material? ¿O es, como piensan otros, un fenómeno emergente de la materia y de la vida, algo que se puede explicar a partir del cerebro, o al menos a partir de una mente inserta en el cuerpo y en la vida? No existe una respuesta única a estas preguntas. Tal vez no exista nunca. De momento, sólo tenemos creencias. Desde el amor y reverencia que siento por la vida no puedo ver la conciencia como algo que llega de fuera, como una cualidad puramente espiritual que llena de sentido una materia y una vida que sin ella no tendrían sentido. Por eso me inclino a pensar que la conciencia forma parte de la vida, está en la vida, es inmanente a la materia y la vida. Para mi, la conciencia es sólo una cualidad más del ser, una propiedad emergente de los sistemas vivos complejos, y en última instancia de la propia materia. El yo es una ilusión, sí, pero no porque me aleja de una realidad espiritual esencial a la que debemos volver sin falta, sino porque es tan sólo el resultado aparente de la miríada de conexiones en las que mi cuerpo está involucrado. Mi cuerpo es un organismo vivo increíblemente complejo, formado por entre cincuenta y setenta billones de células, cien mil millones de neuronas, y miles de billones de conexiones entre todas ellas y el mundo circundante. Todas esas células están organizadas en diferentes niveles de complejidad para dar en cada momento la respuesta más adecuada a los cambios del entorno a fin de mantener la vida en mi cuerpo y, de ser posible, gozar de cierto bienestar. Se trata sin duda de una organización inteligente, provista de sofisticados mecanismos que favorecen el proceso de la vida. La conciencia es uno más de estos mecanismos, poco importa si se trata de una conciencia simple que apenas es consciente de lo que percibe, o de una conciencia compleja, avanzada en su capacidad para razonar, imaginar, sentir, empatizar, amar o vivir la vida como una experiencia única y unitaria. La conciencia permea la vida, igual que la vida permea la materia. Y si la conciencia es espíritu, y no digo que no lo sea, entonces habrá que preguntarse también de qué manera el espíritu recorre la materia, pues tal vez nuestra imagen de la materia como algo inerte, sin vida ni conciencia, no sea tan cierta como pensábamos.
Sea como sea, parece claro que la conciencia es algo que evoluciona, algo en constante cambio, tanto a nivel individual como de la especie, algo que se organiza en diferentes niveles o estados, de los que sólo algunos nos son accesibles de manera habitual, mientras que a otros sólo llegamos en experiencias puntuales que jalonan nuestra vida. Es bastante probable que la aparición de la conciencia, al menos como ‘yo’ o conciencia de uno mismo, esté vinculada a la aparición del lenguaje, algo que surgió hace cientos de miles de años cuando nuestros antepasados empezaron a convertir los gestos y signos con los que se comunicaban, en gran parte haciendo uso de los manos, en símbolos provistos de un significado y, poco después, traducidos en sonidos que dieron lugar al lenguaje hablado. Es bien posible que la conciencia surgió en el momento en que un ser humano fue capaz de ver, sentir, al otro dentro de sí y convertir en un diálogo interno lo que antes era una conversación externa, una conversación sin sujetos. Es bien probable que aquella fuera una conciencia sencilla, con un yo todavía frágil e inmaduro, aferrado principalmente a la supervivencia y, todavía muy dependiente del colectivo como entidad que daba seguridad y sustento. A partir de ahí, la evolución de la conciencia fue imparable. Y aunque a nivel de especie la conciencia es algo único que evoluciona siguiendo su propio ritmo, existen importantes diferencias tanto a nivel individual como colectivo. A nivel individual, algunas personas, fruto de sus experiencias vitales, han sido capaces de llegar a niveles de conciencia impensables para el resto de sus coetáneos; han sido conscientes de cosas que a otros se nos escapan; han sido capaces de aprehender la realidad que se extiende más allá de los sentidos, de captar aspectos esenciales del mundo y del ser. A nivel colectivo, existen diferencias obvias de conciencia entre grupos de seres humanos según el desarrollo social, económico, tecnológico, cultural, de sus respectivas comunidades.
En Occidente, algunos de los procesos históricos más importantes que han moldeado la conciencia occidental son la aparición y consolidación del individualismo y de la lógica de la razón. El individuo moderno liberal es la culminación de un largo proceso histórico que, para algunos, arranca en la Grecia Clásica y culmina con la consolidación del Neoliberalismo actual, tras pasar por siglos de influencia cristiana. En el haber de este individuo moderno está el reconocimiento definitivo, incorporado en la carta de derechos humanos, del valor por igual de todos los seres humanos, independientemente del color de su piel, sexo, procedencia, edad, educación, etc. En el debe cabe mencionar la exacerbación del yo y de los deseos o apetitos individuales, en la forma de búsqueda de éxito, poder y riqueza, hasta convertir al individuo moderno en un ser orgulloso, egoísta, consumista, temeroso, desconectado de la naturaleza y la vida, y cada vez más aislado y sólo. Si el fortalecimiento de nuestro yo, y de los derechos que tenemos como individuos, nos ha permitido desenmascarar muchos de los abusos y formas de opresión bajo las que hemos vivido en el pasado y potenciar nuestra capacidad expresiva individual, un exceso de ego nos está llevando a una situación lamentable en relación con el cuidado de las personas y el cuidado de la Tierra, algo que se está traduciendo en un aumento de la desigualdad social y en un amplio deterioro de la naturaleza. El siguiente paso sólo puede ser un individuo con mayor conciencia comunitaria y de los procesos de la vida, un individuo participante, un individuo capaz de reconocerse como parte de un todo más amplio, y de entrar en espacios de participación en los que sea posible procesar la ineludible tensión entre su necesidad individual de afirmación, de autonomía, de preservar su ser y maximizar su expresión creativa, y la necesidad colectiva de mantener y cuidar de ese espacio que creamos entre todos —el espacio de la comunidad, del grupo, de los ecosistemas vivos—, un espacio que también reivindica su autonomía y su necesidad de expresión creativa.
Por su parte, la razón ha pasado en los dos últimos siglos de ser esa facultad extraordinaria del ser humano para analizar las cosas, encontrar su sentido o coherencia, justificar determinadas prácticas y comportamientos, o cambiarlos en función de la información que vamos recopilando en nuestro haber —es decir para llevar a cabo todo eso que llamamos razonar—, a querer convertirse en el único juez de la verdad, confirmando o negando lo que es real de acuerdo con su racionalidad. Ha pasado de ser un recurso más del amplio abanico de recursos que disponemos los seres humanos para tomar decisiones y enfrentarnos a situaciones complejas y cambiantes, a querer ser el único recurso disponible, determinando férreamente cómo debemos actuar en cada momento, so pena de ser tildados de locos o irracionales. Para ello, la razón ha contado con el apoyo de una cultura que se define a sí misma como racional, una cultura que ha desarrollado instituciones y prácticas que hacen gala de ser perfectamente racionales, aunque en muchos casos parezcan perfectamente estúpidas, dados los resultados.
Afortunadamente, los seres humanos tenemos la capacidad de ir más allá de la conciencia racional, igual que podemos ir más allá de la conciencia egoica e individual. Con ello, no se trata de abandonar la razón, sino de situarla en su justo lugar. Saber razonar es algo valioso, algo que podemos necesitar en muchas situaciones, pero que tiene sus limitaciones en otras muchas. Creatividad, sentimiento, intuición, compasión, ecuanimidad, discernimiento y sabiduría son algunos otros recursos de nuestra mente y conciencia a los que podemos acudir cuando sea necesario. Los seres humanos no somos tan racionales como pensamos. Ahora sabemos que nuestras decisiones individuales, teóricamente racionales, están casi siempre mediadas por emociones que, a su vez, se generan en campos de interacción social que incluyen a muchas otras personas y circunstancias. ¿Cómo actuar racionalmente, o al menos sensatamente, sin conocer la influencia de un campo emocional que, en última instancia, depende del estado de nuestras relaciones? Muchas veces, la razón es prisionera de un yo que sabe utilizar a la perfección sus razones argumentativas para conseguir lo que quiere. Un yo caprichoso y sujeto a estados de ánimo cambiantes. En grupo, la razón se ve desgarrada en manos de individuos que dicen actuar en todo momento siguiendo sus principios, ignorantes de las emociones que los recorren y que permean el campo grupal en el que están inmersos. Es obvio que la razón, sin sentimiento, sin corazón, sin compasión, no es suficiente. Tenemos que llegar más lejos, ¿estamos preparados para ello? ¿estamos listos para hablar y escuchar desde el corazón?
La inteligencia emocional, que es de lo que aquí se trata, no es el único complemento valioso para esa inteligencia racional que lleva años dominando la conciencia. Si la razón ha demostrado ser una buena herramienta para el análisis, se encuentra bastante pérdida cuando se trata de explorar los límites del conocimiento, allá donde realmente surgen respuestas y se muestran caminos novedosos que poder transitar en tiempos de crisis. Vivimos en un mundo cada vez más complejo, más impredecible, más inestable, en parte como consecuencia del aumento imparable de nuestras posibilidades de comunicación e interacción, lo que está poniendo en marcha fuerzas que apenas llegamos a vislumbrar. Nos enfrentamos a retos cada vez más difíciles para los que ninguna mente individual tiene una respuesta. Tampoco la razón, ni siquiera convertida en ciencia o tecnología. Necesitamos aprender a movernos en esa mente colectiva que apenas ahora estamos descubriendo, una mente colectiva que nos puede aportar la sabiduría que necesitamos en estos momentos. Para ello, es necesario desbordar por arriba la limitada conciencia racional, igual que es necesario desbordar por los lados la limitada conciencia individual. El saber auténtico no puede separarnos. Nos separan las razones, los argumentos, las creencias, pero no el verdadero saber. Pues todo saber viene preñado de compasión por el otro. Sin compasión, sin amor, no hay sabiduría. Si la inteligencia racional sirve para defender mi posición, mi punto de vista, y la inteligencia emocional me ayuda a empatizar e incluir también el punto de vista del otro, la inteligencia espiritual, pues así la llaman algunas personas, me permite explorar el mundo que se extiende más allá de las divergentes razones, y acceder así a un conocimiento que se nos presenta como saber verdadero, saber preñado de amor, saber válido para un determinado momento y lugar. No es un saber que traiga respuestas eternas ni que valga para todos los casos, es simplemente lo mejor que podemos dar en cada momento. En un mundo que se crea en cada instante, con cada mirada, con cada acción emprendida por cualquiera de los seres que lo conforman, la verdad no nos viene dada toda de una vez, se muestra poco a poco conforme hacemos presente un futuro que soñamos entre todos.
Llevo la vida dentro de mi, la siento en todo lo que hago. No sé muy bien qué significa estar vivo, e ignoro totalmente qué me espera tras la muerte. Tampoco me preocupo mucho por ello. No llego a comprender el significado de palabras como dios, eternidad, inmortalidad y similares. Sólo sé que cuando yo muera, la vida seguirá. Y aunque desconozco mi destino como individuo, sé que mientras viva debo honrar a la vida. Y para ello sólo puedo vivir, intensa y auténticamente, apreciar en cada instante lo que la vida es, lo que la vida me ofrece. A través de mi cuerpo, en el movimiento y la danza; a través de mi alma, manteniendo la conexión con mis emociones y favoreciendo las emociones alegres que sustentan la vida; a través de mi mente, en conversaciones que importan, que sirven para tejer redes y explorar caminos desconocidos que aportan un poco de sabiduría; a través de mi conciencia, como ser compasivo, ecuánime y lleno de amor. A través de todo lo que soy, un ser vivo, consciente y expresivo, pero también pura vida, consciencia y expresión.
26 sept 2012
Lugares de vida
Estar sano es sentir la vida a través de nuestro cuerpo y nuestras relaciones. Existen lugares en los que la vida se manifiesta con tanta fuerza, con tanta intensidad, que resulta imposible enfermar. Otros, al contrario, están tan degradados, tan desprovistos de vida, que hasta la persona más sana enfermará sin remedio. Lugares así los encontramos en todas las ciudades del planeta, lugares en los que la contaminación, la mala calidad del agua, los alimentos basura, la explotación en el trabajo o la falta de trabajo, las prisas y el estrés, la soledad y la angustia de tanta gente que no tiene nadie en quien apoyarse son factores que conducen inexorablemente a la enfermedad y la muerte. La salud no es un asunto personal, implica a toda la comunidad. Depende de todos generar los hábitos adecuados para que se pueda dar una comunidad sana, en un entorno sano, en el que las personas podamos encontrarnos y relacionarnos desde el cuidado. Se trata sin duda de un gran reto, convertir nuestros pueblos y ciudades en comunidades saludables, en las que estar sano sea tan normal como estar vivo. No te descuides, si aprecias la vida, si te preocupas por el futuro de tus hijos, tú también debes participar en este proceso de sanación. Ojalá puedas llegar a decir que donde tú vives, la vida se respira por todas partes.
26 ago 2012
Soy expresión de vida
Mientras dormía, una voz me preguntó:
¿Quién eres? con ingenuidad respondí, Ulises, o José Luis, o como quieras llamarme.
La voz siguió: gracias, ahora sé tu nombre, pero dime, ¿quién eres?
pensando un poco más dije que era un hombre, a punto de cumplir los 50, felizmente emparejado, sin hijos.
Gracias, dijo de nuevo la voz, ahora sé tu edad y tu estado civil, pero ¿quién eres?
Casi con irritación, respondí que era una persona con intereses muy variados, que mi vida me había llevado a diferentes lugares del mundo siguiendo inquietudes que no terminaba de comprender, que había estudiado matemáticas, filosofía, resolución de conflictos, facilitación de grupos..., en búsqueda permanente de algo que se me escapaba.
La voz no perdió la calma y de nuevo me agradeció la respuesta, ahora sabía lo que había hecho en mi vida y lo que me inquietaba, pero no pareció satisfacerle porque me volvió a preguntar: ¿quién eres?
Un beso, una caricia, una palabra, le dije entonces, mientras mi voz pasaba de la irritación a la ensoñación. Soy el mar, soy las olas, soy agua y sal, tierra y fuego, aire y silencio. Soy una montaña de ancha base, un volcán que escupe palabras incendiarias, un río sin principio ni final. Soy un eco que reverbera en la noche, soy la próxima estrella fugaz.
Soy tus ojos, si necesitas ver, soy tus manos, si necesitas hacer. Soy tu recuerdo cuando no estás, soy tu apoyo y tu sostén. Soy el que se acurruca a tu lado, el que te mira con ojos traviesos, el que saborea tu sonrisa. Soy el deseo y lo deseado, soy placer, dicha, alegría y diversión; y soy también esfuerzo, decisión y compromiso.
Soy expresión de vida, soy vida. Nací con el universo, moriré con él, o tal vez no muera nunca.
La voz había desaparecido. Y yo me desperté con los primeros rayos de sol.
¿Quién eres? con ingenuidad respondí, Ulises, o José Luis, o como quieras llamarme.
La voz siguió: gracias, ahora sé tu nombre, pero dime, ¿quién eres?
pensando un poco más dije que era un hombre, a punto de cumplir los 50, felizmente emparejado, sin hijos.
Gracias, dijo de nuevo la voz, ahora sé tu edad y tu estado civil, pero ¿quién eres?
Casi con irritación, respondí que era una persona con intereses muy variados, que mi vida me había llevado a diferentes lugares del mundo siguiendo inquietudes que no terminaba de comprender, que había estudiado matemáticas, filosofía, resolución de conflictos, facilitación de grupos..., en búsqueda permanente de algo que se me escapaba.
La voz no perdió la calma y de nuevo me agradeció la respuesta, ahora sabía lo que había hecho en mi vida y lo que me inquietaba, pero no pareció satisfacerle porque me volvió a preguntar: ¿quién eres?
Un beso, una caricia, una palabra, le dije entonces, mientras mi voz pasaba de la irritación a la ensoñación. Soy el mar, soy las olas, soy agua y sal, tierra y fuego, aire y silencio. Soy una montaña de ancha base, un volcán que escupe palabras incendiarias, un río sin principio ni final. Soy un eco que reverbera en la noche, soy la próxima estrella fugaz.
Soy tus ojos, si necesitas ver, soy tus manos, si necesitas hacer. Soy tu recuerdo cuando no estás, soy tu apoyo y tu sostén. Soy el que se acurruca a tu lado, el que te mira con ojos traviesos, el que saborea tu sonrisa. Soy el deseo y lo deseado, soy placer, dicha, alegría y diversión; y soy también esfuerzo, decisión y compromiso.
Soy expresión de vida, soy vida. Nací con el universo, moriré con él, o tal vez no muera nunca.
La voz había desaparecido. Y yo me desperté con los primeros rayos de sol.
24 ago 2012
Dos formas de mirar
Si miro por la ventana de casa veo un enorme saúco con sus frutos a punto de madurar. Más allá, una pradera de hierba y un gatito royo que se entretiene con las flores. Al fondo mi vecino F sale de casa para dar su paseo matutino. Ayer tarde me contó las dificultades de la expedición matinal a la fuente del agua y el duro trabajo para desenterrar una balsa que podría darnos un poco de agua, ahora que ya se secó el barranco y el agua no llega al pueblo. Poco antes, había charlado un rato con M, quien está desescombrando una ruina. Quedamos en echar unas horas las próximas tardes, justo cuando el sol empieza a bajar. Todo esto ocurre en Artosilla, un pueblo de vecinos con sus problemas, sus conflictos y unas relaciones que, sin duda, podrían ser mejores. Sin embargo, hay algunas reglas básicas que operan por debajo de las diferencias visibles. En caso de dificultades, como la falta de agua, o de trabajos que desbordan la capacidad de un vecino, como desescombrar, todos echamos una mano, cada cual según sus posibilidades. La casa de M está justo enfrente de la mía, es una casa real, bueno una ruina real, con muros de piedra y argamasa de barro. Su esfuerzo para sacar los escombros del suelo es real, a base de pico, pala y carretillo. Vaciar la balsa anegada de barro para buscar agua es un hecho real, con varias manos y mentes cavilando para hacer más llevadero el trabajo. En Aineto, el pueblo de al lado, me contaba mi amiga S, que varios vecinos se han puesto unas vacas para hacer queso, con la intención de complementar el escaso trabajo remunerado existente en la zona. Sin duda, unas vacas reales, que hay que dar de comer y ordeñar todos los días. A veces se escapan y entonces hay que ir a buscarlas al monte.
Por el contrario, si miro por la ventana de mi ordenador veo un mundo muy diferente que llega hasta mi a través de la prensa digital, del Facebook o el Twitter, con titulares que hablan un día sí y otro también de una crisis económica insostenible, consignas lanzadas en la red para que unos, que al parecer ganan mucho, se bajen los sueldos o directamente dejen sus cargos de pésimos gestores, y otros, que no ganan tanto, se unan en su protesta contra quienes nos gobiernan, contra los bancos o los especuladores sin escrúpulos. Si unos avisan de más recortes, necesarios según dicen para salir de esta crisis, otros responden con movilizaciones para evitarlos, si los primeros hablan de que las cuentas no cuadran y los recortes son por tanto inevitables, los segundos desvelan las trampas ideológicas que se esconden detrás de tales declaraciones. Es sin duda un mundo igualmente real, al menos los recortes son reales, afectan a miles, millones de personas reales, que ven mermados sus ingresos mientras aumentan sus dificultades para llegar a fin de mes. El dolor, el sufrimiento de todas las familias que se quedan sin casa, sin trabajo, sin ilusión por un futuro que se presenta cada vez más negro, es también real. Afortunadamente la ventana de mi ordenador me permite ver también otra realidad. La de todas aquellas personas que están desarrollando proyectos por un mundo más justo, más inclusivo, por un mundo en paz. Proyectos que seguramente no conocería, ni podrían inspirarme cuando quisiera volver a mirar por la ventana de la habitación.
Me encuentro así con dos formas de mirar, dos realidades paralelas, una inmediata, cercana, en mi entorno, en la gente que me rodea; la otra, casi igual de inmediata, construida en un entorno virtual que se alza sobre un mundo tan distante como real, con gente que está lejos, pero que de alguna manera también está cerca. Ambas miradas son importantes, ambas necesarias para quien se identifica como un ser ‘glocal’, para quien decide actuar en su entorno inspirado por lo que ve en otros sitios, para quien cree que su acción puede ser un ejemplo inspirador para otros. Poco a poco una nueva realidad va surgiendo en respuesta a estas dos miradas. A través de mi experiencia local pongo sonidos, aromas, emoción a lo que percibo en el mundo virtual. Gracias a lo que veo más allá de mis ojos, mi realidad inmediata se llena de ilusión y de sentido. En esta nueva realidad, Artosilla deja de ser una pequeña aldea perdida en tierra de nadie, y se convierte en un nodo más de una tupida red de conexiones que alumbran un nuevo mundo. Mi vecino M, aunque él no es muy consciente de todo esto, no está solo, a través de la ventana de mi ordenador una nueva realidad espera agazapada su llamada.
Por el contrario, si miro por la ventana de mi ordenador veo un mundo muy diferente que llega hasta mi a través de la prensa digital, del Facebook o el Twitter, con titulares que hablan un día sí y otro también de una crisis económica insostenible, consignas lanzadas en la red para que unos, que al parecer ganan mucho, se bajen los sueldos o directamente dejen sus cargos de pésimos gestores, y otros, que no ganan tanto, se unan en su protesta contra quienes nos gobiernan, contra los bancos o los especuladores sin escrúpulos. Si unos avisan de más recortes, necesarios según dicen para salir de esta crisis, otros responden con movilizaciones para evitarlos, si los primeros hablan de que las cuentas no cuadran y los recortes son por tanto inevitables, los segundos desvelan las trampas ideológicas que se esconden detrás de tales declaraciones. Es sin duda un mundo igualmente real, al menos los recortes son reales, afectan a miles, millones de personas reales, que ven mermados sus ingresos mientras aumentan sus dificultades para llegar a fin de mes. El dolor, el sufrimiento de todas las familias que se quedan sin casa, sin trabajo, sin ilusión por un futuro que se presenta cada vez más negro, es también real. Afortunadamente la ventana de mi ordenador me permite ver también otra realidad. La de todas aquellas personas que están desarrollando proyectos por un mundo más justo, más inclusivo, por un mundo en paz. Proyectos que seguramente no conocería, ni podrían inspirarme cuando quisiera volver a mirar por la ventana de la habitación.
Me encuentro así con dos formas de mirar, dos realidades paralelas, una inmediata, cercana, en mi entorno, en la gente que me rodea; la otra, casi igual de inmediata, construida en un entorno virtual que se alza sobre un mundo tan distante como real, con gente que está lejos, pero que de alguna manera también está cerca. Ambas miradas son importantes, ambas necesarias para quien se identifica como un ser ‘glocal’, para quien decide actuar en su entorno inspirado por lo que ve en otros sitios, para quien cree que su acción puede ser un ejemplo inspirador para otros. Poco a poco una nueva realidad va surgiendo en respuesta a estas dos miradas. A través de mi experiencia local pongo sonidos, aromas, emoción a lo que percibo en el mundo virtual. Gracias a lo que veo más allá de mis ojos, mi realidad inmediata se llena de ilusión y de sentido. En esta nueva realidad, Artosilla deja de ser una pequeña aldea perdida en tierra de nadie, y se convierte en un nodo más de una tupida red de conexiones que alumbran un nuevo mundo. Mi vecino M, aunque él no es muy consciente de todo esto, no está solo, a través de la ventana de mi ordenador una nueva realidad espera agazapada su llamada.
18 ago 2012
Sin fotos, ni 'na'
Ahí va, sin fotos ni 'na':
a ver si abandonamos de una vez esa actitud victimista que nos lleva a quejarnos de todo lo que nos pasa, echando la culpa a otros, y asumimos la responsabilidad que tenemos en llevar nuestras vidas en coherencia con lo que creemos; a ver si desarrollamos de una vez una actitud más creativa. Un ejemplo: el dinero no vale nada, no nos da seguridad, no es nuestro principal valor. No lo guardes, si tienes algo, sácalo del banco y compártelo en proyectos que lo necesitan. Empecemos por valorar más lo que somos capaces de compartir y menos lo que poseemos individualmente. Ayudando a crear riqueza a nuestro alrededor, nos hacemos más ricos.
¿Obvio, no? Pues ala, que no se diga.
a ver si abandonamos de una vez esa actitud victimista que nos lleva a quejarnos de todo lo que nos pasa, echando la culpa a otros, y asumimos la responsabilidad que tenemos en llevar nuestras vidas en coherencia con lo que creemos; a ver si desarrollamos de una vez una actitud más creativa. Un ejemplo: el dinero no vale nada, no nos da seguridad, no es nuestro principal valor. No lo guardes, si tienes algo, sácalo del banco y compártelo en proyectos que lo necesitan. Empecemos por valorar más lo que somos capaces de compartir y menos lo que poseemos individualmente. Ayudando a crear riqueza a nuestro alrededor, nos hacemos más ricos.
¿Obvio, no? Pues ala, que no se diga.
30 jun 2012
Dejar el control
Recuerdo ahora con una sonrisa que hace apenas unos años vivía agobiado bajo el estrés de una vida que parecía demandarme más compromiso del que era capaz de ofrecer; más atención, más tiempo, más dedicación que lo que mi cuerpo podía aguantar; hasta quebrar en noches de insomnio, bajo el peso de una tensión que se escapaba vidriosa por los ojos, escapando a una mirada que temía acusadora. Durante un tiempo pensé erróneamente que el estrés se debía al exceso de trabajo, a la falta de tiempo, al olvido de las pequeñas cosas en la red cautiva de las grandes ideas. ¡Demasiada dedicación, demasiada entrega! Y total, ¿para qué? me preguntaba en momentos de confusión y tristeza. ¿Para satisfacer la necesidad de un yo vanidoso en busca de reconocimiento, un yo que quiere hacerlo todo, estar al tanto de todo, y que apenas deja espacio a lo imprevisible y menos, a lo que los demás puedan aportar?
Descubrí entonces que el estrés no está tan ligado al compromiso o al esfuerzo como yo pensaba, sino a un yo que no puede vivir sin controlar lo que ocurre a su alrededor. Un yo que sufre cuando las cosas no salen como espera, o cuando el tiempo se esfuma inexorable quedando en su imaginación tanto por hacer. Un yo desconfiado, frágil, temeroso de perder su identidad en el caos de las relaciones múltiples. Descubrí que, por muchas y diferentes razones, había construido un yo que buscaba la perfección en si mismo, sin darme cuenta que la perfección es una cualidad emergente del flujo de la vida, y que sólo se alcanza por tanto en el propio fluir, sin roces, sin resistencias, sin debilidades ocultas bajo máscaras arregladas para el engaño. Descubrí que podía soltarlo todo y seguir siendo yo. Un yo quizá temeroso, vulnerable, cuidadoso, confuso, pero también confiado, creativo, unido. Un yo que se nutre en una extensa red de contactos por la que circulan afectos, información, conocimientos, formada por otros tantos yoes en sí mismos pequeños, vulnerables, temerosos, y juntos confiados, creativos, fuertes y sabios. Es todo un proceso, soltar, dejar el control, confiar… y aprender a estar igualmente ahí, aportando, nutriendo la red, sin forzar ni querer imponer. Al menos, ahora, recuerdo con una sonrisa cuando yo...
Descubrí entonces que el estrés no está tan ligado al compromiso o al esfuerzo como yo pensaba, sino a un yo que no puede vivir sin controlar lo que ocurre a su alrededor. Un yo que sufre cuando las cosas no salen como espera, o cuando el tiempo se esfuma inexorable quedando en su imaginación tanto por hacer. Un yo desconfiado, frágil, temeroso de perder su identidad en el caos de las relaciones múltiples. Descubrí que, por muchas y diferentes razones, había construido un yo que buscaba la perfección en si mismo, sin darme cuenta que la perfección es una cualidad emergente del flujo de la vida, y que sólo se alcanza por tanto en el propio fluir, sin roces, sin resistencias, sin debilidades ocultas bajo máscaras arregladas para el engaño. Descubrí que podía soltarlo todo y seguir siendo yo. Un yo quizá temeroso, vulnerable, cuidadoso, confuso, pero también confiado, creativo, unido. Un yo que se nutre en una extensa red de contactos por la que circulan afectos, información, conocimientos, formada por otros tantos yoes en sí mismos pequeños, vulnerables, temerosos, y juntos confiados, creativos, fuertes y sabios. Es todo un proceso, soltar, dejar el control, confiar… y aprender a estar igualmente ahí, aportando, nutriendo la red, sin forzar ni querer imponer. Al menos, ahora, recuerdo con una sonrisa cuando yo...
31 may 2012
Se cometieron errores, pero yo no los hice
Siempre me he preguntado por qué nos resulta tan difícil aceptar las críticas, por qué nos mostramos tan defensivos, tan protectores, tan cuidadosos de nuestra identidad que somos capaces de mentir, humillar, anular e incluso eliminar a quien tenemos enfrente si con su presencia, su palabra o su acción amenaza lo que somos. Me he visto más de una vez defendiéndome con ahínco de críticas que apenas pasaban del nivel de simples comentarios, respondiendo con fuerza a quien se ha atrevido a decirme algo que no me gusta, y cuando todo eso se pasa y puedo entrar en un espacio de calma interior no dejo de preguntarme por qué. Por qué tanta necesidad de justificarnos, de tener razón, de quedar por encima del otro, sin importar si hacemos daño; por qué aferrarnos con tanta fuerza a una idea aunque eso suponga vivir con ansiedad y tensión, aunque eso implique relaciones deterioradas o rotas y proyectos fracasados; por qué tanta dificultad en reconocer que tal vez nos equivocamos, que hay otras opciones, que realmente (nos) estamos haciendo daño; y por qué nos cuesta tanto salir de ahí, por qué nos mantenemos en el engaño, cuando todo a nuestro alrededor parece dejar bien claro que ese camino no lleva a ninguna parte, que sólo encierra dolor, soledad y cansancio.
Hace tiempo entendí que para ser más empático y acoger al otro en su diferencia, necesitaba primero hacer espacio en mi, necesitaba desidentificarme, desapegarme de mi mismo, poner entre paréntesis algunas de las ideas más queridas que llenan mi yo, y abrirme desde ahí a ese espacio de acogida en que cabe la expresión del otro. A ese acto de poner entre paréntesis, David Bohm lo llamó ‘suspensión’, afirmando que sólo suspendiendo nuestros pensamientos podemos pasar de una discusión estéril en que todas las partes quieren tener razón a un auténtico diálogo en el que nuevos caminos emergen fruto de la participación de todos. Hay que decir inmediatamente que ‘suspender una idea’ no es dejar de creer en ella o abandonarla para siempre, se trata tan sólo de apartarla por un instante de la conciencia inmediata, de ponerla entre paréntesis de manera que nuestro yo no salte automáticamente en su defensa ante quien presenta una idea diferente o incluso contraria. Aunque la idea sigue estando ahí, aunque la sientas querida y cercana, al suspenderla deja de ser parte inseparable de ti, abandona por un instante tu identidad y puedes crear espacio en tu conciencia para otras ideas diferentes o contrarias. Con práctica puedes llegar a desidentificarte de unas cuantas ideas, aunque siempre habrá capas más profundas de tu yo en las que el apego es mucho más fuerte y, por tanto, la desidentificación más difícil. Hace algún tiempo imaginé un individuo ideal cuya identidad no se basa en ninguna idea en particular, un individuo que aunque acaricia algunas ideas más que otras no se identifica con ninguna de ellas; un individuo que se abre atentamente a quien con sinceridad defiende ideas contrarias; que pone su ser, su identidad, en la propia participación y no en lo participado. Un ‘individuo participante’2.
Desidentificarse es abrir espacio en un yo que tiende a llenarse de ideas, creencias, patrones, formas de ser y de hacer..., y a sumirlas como propias, como parte integrante de su identidad, como lo que es; sin percatarse que ideas, creencias y patrones son cosas importadas, algo que surge en nuestras vidas en un momento dado y que no estaba antes. Muchas tradiciones espirituales nos advierten del error que supone un excesivo apego del yo por su propia imagen. De manera similar la Teoría de Procesos de Arnold Mindell3 nos invita a explorar todas esas partes de nuestra identidad, esas creencias y patrones de respuesta, como simples personajes de una gran obra de teatro que desborda nuestro pequeño yo, o como espíritus temporales de un mundo de sueños que creamos colectivamente; nos invita a ganar conciencia de que roles y espíritus se apoderan de nosotros siguiendo su propio guión, a la vez que nos hacen creer que somos nosotros quienes controlamos nuestro destino.
Con todo, desidentificarse, separarse de lo que creemos ser, no es fácil. Personalmente, a pesar de todos mis esfuerzos de desidentificación, de tratar de ser más consciente de los roles que juego, todavía tengo muchas dificultades para aceptar algunas críticas y no atascarme en ciertos roles, sobre todo si amenazan ideas tan queridas como, por ejemplo, la de que soy un ser bondadoso, amoroso o lleno de cuidado. El que alguien diga en un momento dado que mi comportamiento es abusivo o que le he hecho daño, me resulta difícil de aceptar. “¡Eso es imposible!”, me digo a mi mismo. “Yo nunca haría daño a nadie, ni siquiera permitiría que otras personas hicieran daño a otros seres humanos, ¡cómo iba yo a hacerte daño a ti!”. Diga lo que diga la otra persona, por muy claras que sean sus razones, yo justifico mi comportamiento con tanta fuerza como sea necesario. Aún más, si la otra persona se calla y asume mis argumentos puedo mostrarme benevolente y reconocer que algo de lo que dice tiene sentido, pero si la otra persona se empeña en defender su posición, entonces mi necesidad de justificación aumenta, a la par que tiendo a despreciar cada vez con más ahínco su queja, tratándola de irrisoria o sin sentido. Desde luego no se trata de un patrón que me guste, pero tampoco sabía cómo cambiarlo.
Durante mucho tiempo pensé que defenderme de una crítica, o dejar clara mi posición ante lo que entendía como una idea o comportamiento equivocado del otro, era algo inevitable y necesario. “¡Cómo permanecer callado ante lo que, claramente, es un absurdo, una mentira, o un error!”, me decía a mi mismo. Más tarde, después de sentir en mis propias carnes el dolor y el daño que tal actitud conlleva, empecé a cuestionar mis apegos, mis razones y mi propia conducta; empecé a darme cuenta de que hay vida en la conciencia más allá del yo y su propia imagen, más allá de lo que creemos ser; empecé a asumir que no es necesario dejarse arrastrar todo el tiempo por un yo inflexible e incapaz de reconocer sus errores. Comprendí que no somos lo que creemos ser y que la mayoría de las veces simplemente estamos representando roles que nos vienen impuestos desde afuera. Pero me faltaba saber por qué ocurre todo esto, por qué el yo nos arrastra en estrategias de auto-justificación que suponen tantas veces una mentira para los demás y, sobre todo, un gran engaño para nosotros mismos. Hace poco encontré una posible respuesta en la Teoría de la disonancia cognitiva, desarrollada por León Festinger en los años 50 del siglo pasado y ahora actualizada en el libro de Tavris y Aronson que da título a este artículo.
La disonancia cognitiva se define como el malestar causado por la presencia simultánea en nuestra conciencia de dos cogniciones contradictorias. Las cogniciones pueden ser ideas, creencias, valores, reacciones emocionales... El malestar puede ir desde una simple expresión de sorpresa hasta sentir miedo, vergüenza o rabia, dependiendo del caso y de la cantidad de disonancia experimentada. La Teoría de la disonancia cognitiva dice simplemente que en una situación de disonancia, las personas hacemos todo lo posible para reducirla, bien alterando nuestro sistema de creencias para acoger una idea nueva y recuperar la consistencia interna, bien reduciendo la importancia de uno de los elementos disonantes. En el caso comentado anteriormente, es evidente que la idea de que yo pueda hacer daño a alguien es fuertemente disonante con la imagen que guardo de mi mismo, lo que me lleva a pensar: “yo soy una buena persona, yo nunca haría daño a nadie, cómo se atreve alguien a decir que le he hecho daño”. Para reducir la disonancia podría cuestionarme si realmente soy tan buena persona como pienso, podría pensar que tal vez hay cosas que puedo hacer mejor, que no soy tan bueno o cuidadoso como creo, o que aun cuando intento serlo, hay cosas que no controlo y que no podré evitar hacer daño algunas veces...; podría pensar muchas cosas similares, pero lo cierto es que todavía me siento demasiado identificado con la imagen de un ser bondadoso como para abrirme a lo contrario, y en lugar de acoger la crítica, tiendo a defenderme jugando un rol de auto-justificación, que puede llegar a ser un tanto violento. Lo peor es que una vez elegido el camino de la auto-justificación, que no olvidemos puede venir acompañado de cierta tensión y agresividad, resulta cada vez más difícil echarse para atrás, porque de nuevo reconocer que mi justificación conlleva cierta agresión es una idea disonante con mi propia imagen de ser bondadoso, así que mejor dejar claro que mis actos y la manera en que los defiendo están justificados y llenos de sentido, y hacer del otro el único responsable de lo que le pasa.
Para salir de esta desagradable situación, que sólo genera dolor y frustración, es fundamental aprender a desidentificarnos de lo que creemos ser y generar respuestas que nos permitan reducir la disonancia a la vez que permiten la expresión crítica del otro. Con todo, desidentificarnos de algunas ideas y patrones que llevamos bien grabados en nuestro cuerpo no es nada fácil, en ocasiones resulta casi imposible responder asertiva y compasivamente ante las críticas, opiniones o comportamientos de otros, especialmente cuando nos afectan íntimamente. Por otra parte, no hay que olvidar que la disonancia es una reacción físico emocional bien anclada en nuestros circuitos neuronales. No la podemos evitar simplemente porque así lo queramos. En mi caso, y dadas mis dificultades para desidentificarme completamente de algunas ideas y patrones, y por consiguiente para reducir la disonancia por el lado de la aceptación y no de la justificación, desde hace algún tiempo he puesto en marcha una estrategia que me permite solventar el tema de una manera que hasta ahora me está resultando bastante satisfactoria.
La idea es sencilla: he introducido una nueva idea en mi mente, una idea que trato de reforzar una y otra vez, tanto exponiéndola a otras personas como recordándomela a mi mismo, tanto en la teoría como en la práctica, hasta ir integrándola bien dentro de mi. Esta idea dice más o menos así: “no sé si soy una persona buena o no, no sé si actúo correctamente o no, si hago daño o no, no sé si tengo razón o no, pero sí sé que estoy abierto a escuchar al otro en su verdad y entrar en un espacio en el que quepan todas las voces”. Ahora, cuando al escuchar o ver al otro mostrarse en su diferencia, aunque inicialmente pueda saltar de manera imperiosa a defender mi postura, no pasan unos segundos antes que esta nueva idea surja con fuerza en mi mente, generando una nueva disonancia, en esta ocasión entre el ‘estar abierto a la escucha empática del otro’ y el ‘hecho de estar justificándome y por tanto cerrado al otro’. En el momento en que soy consciente de lo que pasa, la idea de ser un ‘ser abierto y empático’ se apodera de mi parando la necesidad de respuesta y justificación. Es un instante de revelación en el que se me hace claro a la consciencia en qué juego ha entrado mi yo, a partir del cual ya no puedo seguir jugándolo porque eso sería ir en contra de esta nueva idea tan querida de ser un ser abierto al otro. Por supuesto, a veces hay una cierta vacilación, una resistencia sutil por parte de un yo que se niega a perder la cara, a veces necesito un tiempo de silencio, un tiempo para recomponerme y dejar que la ‘apertura’ me atraviese, un tiempo para poder decirme: “mi identidad no está en juego por lo que otros dicen o hacen”. Entonces todo cambia, mi yo se relaja al acogerse a una nueva identidad que no implica justificación, y un espacio ligero se abre para la escucha del otro y la expresión auténtica de mi mismo. Es un espacio amoroso y lleno de compasión, ¿te animas a practicarlo?
Hace tiempo entendí que para ser más empático y acoger al otro en su diferencia, necesitaba primero hacer espacio en mi, necesitaba desidentificarme, desapegarme de mi mismo, poner entre paréntesis algunas de las ideas más queridas que llenan mi yo, y abrirme desde ahí a ese espacio de acogida en que cabe la expresión del otro. A ese acto de poner entre paréntesis, David Bohm lo llamó ‘suspensión’, afirmando que sólo suspendiendo nuestros pensamientos podemos pasar de una discusión estéril en que todas las partes quieren tener razón a un auténtico diálogo en el que nuevos caminos emergen fruto de la participación de todos. Hay que decir inmediatamente que ‘suspender una idea’ no es dejar de creer en ella o abandonarla para siempre, se trata tan sólo de apartarla por un instante de la conciencia inmediata, de ponerla entre paréntesis de manera que nuestro yo no salte automáticamente en su defensa ante quien presenta una idea diferente o incluso contraria. Aunque la idea sigue estando ahí, aunque la sientas querida y cercana, al suspenderla deja de ser parte inseparable de ti, abandona por un instante tu identidad y puedes crear espacio en tu conciencia para otras ideas diferentes o contrarias. Con práctica puedes llegar a desidentificarte de unas cuantas ideas, aunque siempre habrá capas más profundas de tu yo en las que el apego es mucho más fuerte y, por tanto, la desidentificación más difícil. Hace algún tiempo imaginé un individuo ideal cuya identidad no se basa en ninguna idea en particular, un individuo que aunque acaricia algunas ideas más que otras no se identifica con ninguna de ellas; un individuo que se abre atentamente a quien con sinceridad defiende ideas contrarias; que pone su ser, su identidad, en la propia participación y no en lo participado. Un ‘individuo participante’2.
Desidentificarse es abrir espacio en un yo que tiende a llenarse de ideas, creencias, patrones, formas de ser y de hacer..., y a sumirlas como propias, como parte integrante de su identidad, como lo que es; sin percatarse que ideas, creencias y patrones son cosas importadas, algo que surge en nuestras vidas en un momento dado y que no estaba antes. Muchas tradiciones espirituales nos advierten del error que supone un excesivo apego del yo por su propia imagen. De manera similar la Teoría de Procesos de Arnold Mindell3 nos invita a explorar todas esas partes de nuestra identidad, esas creencias y patrones de respuesta, como simples personajes de una gran obra de teatro que desborda nuestro pequeño yo, o como espíritus temporales de un mundo de sueños que creamos colectivamente; nos invita a ganar conciencia de que roles y espíritus se apoderan de nosotros siguiendo su propio guión, a la vez que nos hacen creer que somos nosotros quienes controlamos nuestro destino.
Con todo, desidentificarse, separarse de lo que creemos ser, no es fácil. Personalmente, a pesar de todos mis esfuerzos de desidentificación, de tratar de ser más consciente de los roles que juego, todavía tengo muchas dificultades para aceptar algunas críticas y no atascarme en ciertos roles, sobre todo si amenazan ideas tan queridas como, por ejemplo, la de que soy un ser bondadoso, amoroso o lleno de cuidado. El que alguien diga en un momento dado que mi comportamiento es abusivo o que le he hecho daño, me resulta difícil de aceptar. “¡Eso es imposible!”, me digo a mi mismo. “Yo nunca haría daño a nadie, ni siquiera permitiría que otras personas hicieran daño a otros seres humanos, ¡cómo iba yo a hacerte daño a ti!”. Diga lo que diga la otra persona, por muy claras que sean sus razones, yo justifico mi comportamiento con tanta fuerza como sea necesario. Aún más, si la otra persona se calla y asume mis argumentos puedo mostrarme benevolente y reconocer que algo de lo que dice tiene sentido, pero si la otra persona se empeña en defender su posición, entonces mi necesidad de justificación aumenta, a la par que tiendo a despreciar cada vez con más ahínco su queja, tratándola de irrisoria o sin sentido. Desde luego no se trata de un patrón que me guste, pero tampoco sabía cómo cambiarlo.
Durante mucho tiempo pensé que defenderme de una crítica, o dejar clara mi posición ante lo que entendía como una idea o comportamiento equivocado del otro, era algo inevitable y necesario. “¡Cómo permanecer callado ante lo que, claramente, es un absurdo, una mentira, o un error!”, me decía a mi mismo. Más tarde, después de sentir en mis propias carnes el dolor y el daño que tal actitud conlleva, empecé a cuestionar mis apegos, mis razones y mi propia conducta; empecé a darme cuenta de que hay vida en la conciencia más allá del yo y su propia imagen, más allá de lo que creemos ser; empecé a asumir que no es necesario dejarse arrastrar todo el tiempo por un yo inflexible e incapaz de reconocer sus errores. Comprendí que no somos lo que creemos ser y que la mayoría de las veces simplemente estamos representando roles que nos vienen impuestos desde afuera. Pero me faltaba saber por qué ocurre todo esto, por qué el yo nos arrastra en estrategias de auto-justificación que suponen tantas veces una mentira para los demás y, sobre todo, un gran engaño para nosotros mismos. Hace poco encontré una posible respuesta en la Teoría de la disonancia cognitiva, desarrollada por León Festinger en los años 50 del siglo pasado y ahora actualizada en el libro de Tavris y Aronson que da título a este artículo.
La disonancia cognitiva se define como el malestar causado por la presencia simultánea en nuestra conciencia de dos cogniciones contradictorias. Las cogniciones pueden ser ideas, creencias, valores, reacciones emocionales... El malestar puede ir desde una simple expresión de sorpresa hasta sentir miedo, vergüenza o rabia, dependiendo del caso y de la cantidad de disonancia experimentada. La Teoría de la disonancia cognitiva dice simplemente que en una situación de disonancia, las personas hacemos todo lo posible para reducirla, bien alterando nuestro sistema de creencias para acoger una idea nueva y recuperar la consistencia interna, bien reduciendo la importancia de uno de los elementos disonantes. En el caso comentado anteriormente, es evidente que la idea de que yo pueda hacer daño a alguien es fuertemente disonante con la imagen que guardo de mi mismo, lo que me lleva a pensar: “yo soy una buena persona, yo nunca haría daño a nadie, cómo se atreve alguien a decir que le he hecho daño”. Para reducir la disonancia podría cuestionarme si realmente soy tan buena persona como pienso, podría pensar que tal vez hay cosas que puedo hacer mejor, que no soy tan bueno o cuidadoso como creo, o que aun cuando intento serlo, hay cosas que no controlo y que no podré evitar hacer daño algunas veces...; podría pensar muchas cosas similares, pero lo cierto es que todavía me siento demasiado identificado con la imagen de un ser bondadoso como para abrirme a lo contrario, y en lugar de acoger la crítica, tiendo a defenderme jugando un rol de auto-justificación, que puede llegar a ser un tanto violento. Lo peor es que una vez elegido el camino de la auto-justificación, que no olvidemos puede venir acompañado de cierta tensión y agresividad, resulta cada vez más difícil echarse para atrás, porque de nuevo reconocer que mi justificación conlleva cierta agresión es una idea disonante con mi propia imagen de ser bondadoso, así que mejor dejar claro que mis actos y la manera en que los defiendo están justificados y llenos de sentido, y hacer del otro el único responsable de lo que le pasa.
Para salir de esta desagradable situación, que sólo genera dolor y frustración, es fundamental aprender a desidentificarnos de lo que creemos ser y generar respuestas que nos permitan reducir la disonancia a la vez que permiten la expresión crítica del otro. Con todo, desidentificarnos de algunas ideas y patrones que llevamos bien grabados en nuestro cuerpo no es nada fácil, en ocasiones resulta casi imposible responder asertiva y compasivamente ante las críticas, opiniones o comportamientos de otros, especialmente cuando nos afectan íntimamente. Por otra parte, no hay que olvidar que la disonancia es una reacción físico emocional bien anclada en nuestros circuitos neuronales. No la podemos evitar simplemente porque así lo queramos. En mi caso, y dadas mis dificultades para desidentificarme completamente de algunas ideas y patrones, y por consiguiente para reducir la disonancia por el lado de la aceptación y no de la justificación, desde hace algún tiempo he puesto en marcha una estrategia que me permite solventar el tema de una manera que hasta ahora me está resultando bastante satisfactoria.
La idea es sencilla: he introducido una nueva idea en mi mente, una idea que trato de reforzar una y otra vez, tanto exponiéndola a otras personas como recordándomela a mi mismo, tanto en la teoría como en la práctica, hasta ir integrándola bien dentro de mi. Esta idea dice más o menos así: “no sé si soy una persona buena o no, no sé si actúo correctamente o no, si hago daño o no, no sé si tengo razón o no, pero sí sé que estoy abierto a escuchar al otro en su verdad y entrar en un espacio en el que quepan todas las voces”. Ahora, cuando al escuchar o ver al otro mostrarse en su diferencia, aunque inicialmente pueda saltar de manera imperiosa a defender mi postura, no pasan unos segundos antes que esta nueva idea surja con fuerza en mi mente, generando una nueva disonancia, en esta ocasión entre el ‘estar abierto a la escucha empática del otro’ y el ‘hecho de estar justificándome y por tanto cerrado al otro’. En el momento en que soy consciente de lo que pasa, la idea de ser un ‘ser abierto y empático’ se apodera de mi parando la necesidad de respuesta y justificación. Es un instante de revelación en el que se me hace claro a la consciencia en qué juego ha entrado mi yo, a partir del cual ya no puedo seguir jugándolo porque eso sería ir en contra de esta nueva idea tan querida de ser un ser abierto al otro. Por supuesto, a veces hay una cierta vacilación, una resistencia sutil por parte de un yo que se niega a perder la cara, a veces necesito un tiempo de silencio, un tiempo para recomponerme y dejar que la ‘apertura’ me atraviese, un tiempo para poder decirme: “mi identidad no está en juego por lo que otros dicen o hacen”. Entonces todo cambia, mi yo se relaja al acogerse a una nueva identidad que no implica justificación, y un espacio ligero se abre para la escucha del otro y la expresión auténtica de mi mismo. Es un espacio amoroso y lleno de compasión, ¿te animas a practicarlo?
9 may 2012
Una visión común. Algunas diferencias importantes
Cuando un grupo de personas se reúne para llevar a cabo un proyecto es fundamental que todas ellas comprendan por igual qué es exactamente lo que quieren hacer y cómo pretenden conseguirlo. Tanto si quieran crear una comunidad de vida como poner en marcha un emprendimiento económico o social, deben asegurarse de que comparten la misma visión del proyecto, al menos en sus líneas más generales. Si no lo hacen, y resulta que sus visiones son diferentes, se encontrarán con problemas y conflictos de muy difícil solución.
La mayoría de las veces, un grupo se forma a partir de un conjunto de personas que se conocen y que han intercambiado sus puntos de vista sobre diversos temas que ahora quieren concretar en un proyecto común. Normalmente estos intercambios iniciales son bastante indefinidos, exageran los elementos conectores y descuidan deliberadamente aquellos aspectos en los que existen diferencias claras. La ilusión por hacer algo compartido funciona como un filtro que se abre para el acuerdo y se cierra para la diferencia. La gente da por supuesto que todos comparten la misma visión, cuando en realidad lo que ocurre es que cada uno mantiene su visión mostrando sólo aquellos aspectos en los que todo el mundo parece estar de acuerdo. Estas diferentes visiones se mantienen secretamente en el proceso de realización del proyecto hasta que terminan chocando. Ocurre cuando, a la hora de tener que resolver un problema concreto, una persona aporta una solución que resulta coherente con su visión pero incompatible con la visión de otro miembro del grupo. Se produce entonces un conflicto inevitable y de muy difícil solución. Para evitar este tipo de situaciones conflictivas, hubiera bastado haber hecho desde el principio el pequeño esfuerzo de concretar una visión común, compartida por todas las personas que integran el grupo.
De acuerdo con Diana L. Christian, una visión bien elaborada “describe el futuro compartido que queremos crear, recoge los valores fundamentales del grupo, expresa una idea con la que todos nos identificamos, ayuda a unificar nuestro esfuerzo individual, sirve de punto de referencia al que volver en caso de confusión o desacuerdo, mantiene la inspiración del grupo y nos recuerda nuestro compromiso con el proyecto”. Algunos de los elementos específicos que forman el contenido de una visión común son la visión, la misión, los valores, los intereses, los objetivos, las aspiraciones y las estrategias. La visión es una frase general que recrea el futuro que queremos crear. Habla del qué y del por qué. La misión es la manera en que queremos hacer manifiesta nuestra visión en términos físicos concretos. Es igualmente una frase general que habla del cómo. Los valores son cualidades que queremos estén presentes en nuestras relaciones y en las relaciones que mantenemos con la naturaleza. Intereses, objetivos, aspiraciones y estrategias sirven para desarrollar la visión en términos concretos y con cierto detalle.
Desarrollar una visión compartida es un ejercicio muy valioso para empezar a crear ese espacio de participación que define la comunidad y que se basa en la confianza y la compasión. Existen varias técnicas disponibles que se pueden utilizar para crear una visión común. Son ejercicios que pueden durar desde unas horas hasta varios días, o extenderse incluso a lo largo de varios meses. La principal característica de todas estas técnicas es su habilidad para conducir de manera creativa y positiva un proceso en el que, por primera vez, las personas implicadas en un proyecto no sólo exponen aquellos aspectos de su visión que coinciden con los demás, sino que exponen también abiertamente sus diferencias. Reconocer las diferencias, aceptarlas y no escandalizarse por ellas es un primer paso fundamental para inculcar compasión y confianza en el grupo, que empieza así a funcionar con una base sólida de la que podrá aprovecharse en el futuro.
En este artículo quisiera destacar algunos temas a los que es necesario prestar atención para saber si realmente compartimos una misma visión. Para ordenarlos, los he dividido de acuerdo a las cuatro dimensiones del ser humano: social, ecológica, económica y cultural. Sería bueno que un grupo revisase la siguiente lista y comprobase si realmente mantiene una visión común en torno a aquellos temas de la lista que le parezcan relevantes. La lista no pretende ser exhaustiva (no contiene todos los temas relevantes para todos los grupos) ni tampoco completamente necesaria (no todos los temas de la lista son relevantes para un grupo). Su interés radica más bien en servir de apoyo para que un grupo reflexione sobre lo que considera realmente relevante y valore el grado de acuerdo existente antes de lanzar definitivamente el proyecto.
Dimensión social. Los principales asuntos aquí son la gobernanza, quién y cómo se toman las decisiones; la intimidad, dónde termina lo privado y empieza la público; la gestión emocional y del conflicto; y el alcance del proyecto. En el tema de la gobernanza, por ejemplo, el abanico de posibilidades sobre quién toma las decisiones va desde el igualitarismo asambleario por un lado —todos deciden sobre todo—, hasta algún tipo de jerarquía por otro lado —unos pocos deciden—, pasando por opciones como la creación de comisiones o la holocracia. Por otra parte, las decisiones se pueden tomar por consenso, o algún otro método deliberativo, por votación, o por delegación, de manera que una persona o varias deciden por todos. Cualquier opción es posible dentro de parámetros democráticos, siempre que a todo el mundo le parezca bien. Lo importante es asegurarse que todo el grupo tiene una visión común sobre este punto. En caso de duda o desconocimiento, resulta igualmente recomendable pedir ayuda a un experto para conocer bien cuáles son las opciones disponibles.
En el tema de la intimidad, las opciones van desde una situación en la que se comparte todo o casi todo, por lo que todo es espacio público, a otro extremo en el que apenas se comparte nada, en el que todo es privado o se gestiona privadamente. De nuevo, un grupo tiene que saber dónde se sitúa en este tema. Un grupo tiene que decir también si la gestión emocional y de los conflictos se hace colectivamente (espacio público), o se deja en manos de las personas afectadas (espacio privado). Por último, en relación con el alcance de un proyecto, es bueno saber si está a una en cuanto al tamaño del proyecto, su alcance geográfico (local, biorregional o global), su apertura al exterior, etc.
Dimensión ecológica. Aunque todavía muy pocos proyectos de emprendimiento tienen completamente en cuenta esta dimensión, cada vez más grupos empiezan a introducir consideraciones ecológicas en su visión común. Los temas principales aquí serían: agua, energía, transporte, contaminación y gestión de residuos, alimentos y construcción; además de otros temas transversales referidos al diseño global del proyecto. Un grupo debe incluir en su visión común cuál es su parecer sobre estos temas, si el proyecto aspira a tener una huella ecológica reducida, si pretende ser un proyecto neutro en emisiones de CO2, si aspira a la autosuficiencia energética o al uso de energías renovables, si la soberanía alimentaria o la producción ecológica de alimentos son asuntos importantes para el grupo, si se quiere utilizar un enfoque sistémico como los que proporciona la ecología industrial o la permacultura, etc. De nuevo, en caso de duda y desconocimiento, resulta útil pedir ayuda y dejarse asesorar por un experto.
Dimensión económica. En los últimos años se han multiplicado los signos de una nueva economía que no aspira tanto a la obtención pura y dura de beneficios privados, sino a la creación de riqueza colectiva y la satisfacción de necesidades personales no exclusivamente materiales. Dentro de esta economía, los principales asuntos que un grupo debe tener en cuenta tienen que ver con la propiedad, la producción, el trabajo, el dinero, y el alcance. En relación con el tema de la propiedad las opciones van desde la propiedad colectiva a la propiedad privada, pasando por diferentes formas mixtas. Por ejemplo, algunas ecoaldeas mantienen la propiedad colectiva del suelo, pero permiten la propiedad de la vivienda, o la existencia de empresas privadas. Y lo mismo ocurre con los frutos del trabajo: en las comunidades de economía común toda la riqueza producida se gestiona colectivamente, independientemente de la aportación individual; mientras que en las ecoaldeas de tipo ‘covivienda’, cada familia gestiona sus ingresos y contribuye a la comunidad con un fondo común. Todas las opciones son válidas siempre que se pongan en marcha mecanismos para asegurar que nadie queda al margen de la riqueza colectivamente creada (seguridad económica).
En el tema de la producción, un grupo debe tener claro qué está dispuesto a producir y qué queda fuera por razones éticas o de otro tipo. Si el grupo apuesta por un desarrollo sostenible es bueno aclarar qué se entiende por esto, ya que el término es demasiado vago. En relación al trabajo, resulta conveniente saber si el grupo apuesta por una valoración igualitaria del tiempo de trabajo (una hora es una hora para todos los trabajos) o prefiere valorarlo desigualmente siempre que se respeten ciertos límites. Si se espera que todos los miembros del grupo trabajen por igual, o se va a permitir que cada uno elija cuánto quiere trabajar (lo que de alguna forma, mide el grado de compromiso con el proyecto). En el tema del dinero, un grupo debe plantearse si admite cualquier fuente de financiación o no, dónde guardar los ahorros o en qué proyectos externos invertirlos, si funciona sólo con moneda de curso legal o está dispuesto a aceptar monedas complementarias, etc. Por último, en cuanto al alcance del proyecto, de nuevo es importante plantearse si se apuesta por una economía local o de escala, o por una economía más global y en qué grado.
Dimensión cultural. Tal vez el principal asunto de esta dimensión que puede marcar diferencias claras en un grupo tiene que ver con los estilos de vida. Las opciones son muchas, desde la apuesta por una simplicidad radical, sin apenas consumo, energía o tecnología punta, hasta la aceptación de diferentes grados de confort material. O la preferencia por ‘más estructura’ versus ‘dejarse fluir’. Ambas suelen ser una fuente de problemas si no se consideran a tiempo. También en el tema de la espiritualidad, otro asunto que puede suponer diferencias insalvables, es recomendable que el grupo deje clara su postura desde el inicio, al menos si el tema es relevante para algunos miembros. La relación con los animales suele ser igualmente un tema que genera controversia, especialmente si en el grupo hay personas muy sensibles al trato que se suele dar a los animales domésticos. Educación y salud son, finalmente, dos temas normalmente importantes para grupos que quieren vivir en comunidad. Sería, por tanto, recomendable que hablaran de ellos y comprobaran el grado de acuerdo que tienen al respecto.
Una visión común no es, finalmente, un documento estanco que el grupo establece de una vez por todas. Lo lógico es que el grupo revise su visión común de vez en cuando, al menos cuando la propia historia del grupo le lleva a reconsiderar algunos de sus planteamientos iniciales. No se trata de volver a pasar por este difícil proceso cada año, pero sí contar con la flexibilidad suficiente como para incorporar algunos cambios que parecen naturales con el tiempo. Igualmente importante es que cualquier persona que quiera incorporarse al grupo más tarde tenga conocimiento inmediato de su visión común, y que pueda decidir su incorporación a partir de una reflexión meditada de este documento.
* Como ejemplos de técnicas de creación de visiones compartidas cabe citar el método de Historias del Futuro, desarrollado por Warren Ziegler y expuesto por Andy Langford en su manual Designing Productive Meetings and Events (se puede descargar gratuitamente desde http://www.selba.org/SelbaPublicaciones.htm), el método desarrollado por el Rocky Mountain Institute y expuesto en el libro Economic Renewal, la técnica conocida como Indagación Apreciativa (http://en.wikipedia.org/wiki/Appreciative_inquiry), o los diversos ejercicios aportados por Diana Leafe Christian en su libro Crear una vida juntos (ed. Cauac).
La mayoría de las veces, un grupo se forma a partir de un conjunto de personas que se conocen y que han intercambiado sus puntos de vista sobre diversos temas que ahora quieren concretar en un proyecto común. Normalmente estos intercambios iniciales son bastante indefinidos, exageran los elementos conectores y descuidan deliberadamente aquellos aspectos en los que existen diferencias claras. La ilusión por hacer algo compartido funciona como un filtro que se abre para el acuerdo y se cierra para la diferencia. La gente da por supuesto que todos comparten la misma visión, cuando en realidad lo que ocurre es que cada uno mantiene su visión mostrando sólo aquellos aspectos en los que todo el mundo parece estar de acuerdo. Estas diferentes visiones se mantienen secretamente en el proceso de realización del proyecto hasta que terminan chocando. Ocurre cuando, a la hora de tener que resolver un problema concreto, una persona aporta una solución que resulta coherente con su visión pero incompatible con la visión de otro miembro del grupo. Se produce entonces un conflicto inevitable y de muy difícil solución. Para evitar este tipo de situaciones conflictivas, hubiera bastado haber hecho desde el principio el pequeño esfuerzo de concretar una visión común, compartida por todas las personas que integran el grupo.
De acuerdo con Diana L. Christian, una visión bien elaborada “describe el futuro compartido que queremos crear, recoge los valores fundamentales del grupo, expresa una idea con la que todos nos identificamos, ayuda a unificar nuestro esfuerzo individual, sirve de punto de referencia al que volver en caso de confusión o desacuerdo, mantiene la inspiración del grupo y nos recuerda nuestro compromiso con el proyecto”. Algunos de los elementos específicos que forman el contenido de una visión común son la visión, la misión, los valores, los intereses, los objetivos, las aspiraciones y las estrategias. La visión es una frase general que recrea el futuro que queremos crear. Habla del qué y del por qué. La misión es la manera en que queremos hacer manifiesta nuestra visión en términos físicos concretos. Es igualmente una frase general que habla del cómo. Los valores son cualidades que queremos estén presentes en nuestras relaciones y en las relaciones que mantenemos con la naturaleza. Intereses, objetivos, aspiraciones y estrategias sirven para desarrollar la visión en términos concretos y con cierto detalle.
Desarrollar una visión compartida es un ejercicio muy valioso para empezar a crear ese espacio de participación que define la comunidad y que se basa en la confianza y la compasión. Existen varias técnicas disponibles que se pueden utilizar para crear una visión común. Son ejercicios que pueden durar desde unas horas hasta varios días, o extenderse incluso a lo largo de varios meses. La principal característica de todas estas técnicas es su habilidad para conducir de manera creativa y positiva un proceso en el que, por primera vez, las personas implicadas en un proyecto no sólo exponen aquellos aspectos de su visión que coinciden con los demás, sino que exponen también abiertamente sus diferencias. Reconocer las diferencias, aceptarlas y no escandalizarse por ellas es un primer paso fundamental para inculcar compasión y confianza en el grupo, que empieza así a funcionar con una base sólida de la que podrá aprovecharse en el futuro.
En este artículo quisiera destacar algunos temas a los que es necesario prestar atención para saber si realmente compartimos una misma visión. Para ordenarlos, los he dividido de acuerdo a las cuatro dimensiones del ser humano: social, ecológica, económica y cultural. Sería bueno que un grupo revisase la siguiente lista y comprobase si realmente mantiene una visión común en torno a aquellos temas de la lista que le parezcan relevantes. La lista no pretende ser exhaustiva (no contiene todos los temas relevantes para todos los grupos) ni tampoco completamente necesaria (no todos los temas de la lista son relevantes para un grupo). Su interés radica más bien en servir de apoyo para que un grupo reflexione sobre lo que considera realmente relevante y valore el grado de acuerdo existente antes de lanzar definitivamente el proyecto.
Dimensión social. Los principales asuntos aquí son la gobernanza, quién y cómo se toman las decisiones; la intimidad, dónde termina lo privado y empieza la público; la gestión emocional y del conflicto; y el alcance del proyecto. En el tema de la gobernanza, por ejemplo, el abanico de posibilidades sobre quién toma las decisiones va desde el igualitarismo asambleario por un lado —todos deciden sobre todo—, hasta algún tipo de jerarquía por otro lado —unos pocos deciden—, pasando por opciones como la creación de comisiones o la holocracia. Por otra parte, las decisiones se pueden tomar por consenso, o algún otro método deliberativo, por votación, o por delegación, de manera que una persona o varias deciden por todos. Cualquier opción es posible dentro de parámetros democráticos, siempre que a todo el mundo le parezca bien. Lo importante es asegurarse que todo el grupo tiene una visión común sobre este punto. En caso de duda o desconocimiento, resulta igualmente recomendable pedir ayuda a un experto para conocer bien cuáles son las opciones disponibles.
En el tema de la intimidad, las opciones van desde una situación en la que se comparte todo o casi todo, por lo que todo es espacio público, a otro extremo en el que apenas se comparte nada, en el que todo es privado o se gestiona privadamente. De nuevo, un grupo tiene que saber dónde se sitúa en este tema. Un grupo tiene que decir también si la gestión emocional y de los conflictos se hace colectivamente (espacio público), o se deja en manos de las personas afectadas (espacio privado). Por último, en relación con el alcance de un proyecto, es bueno saber si está a una en cuanto al tamaño del proyecto, su alcance geográfico (local, biorregional o global), su apertura al exterior, etc.
Dimensión ecológica. Aunque todavía muy pocos proyectos de emprendimiento tienen completamente en cuenta esta dimensión, cada vez más grupos empiezan a introducir consideraciones ecológicas en su visión común. Los temas principales aquí serían: agua, energía, transporte, contaminación y gestión de residuos, alimentos y construcción; además de otros temas transversales referidos al diseño global del proyecto. Un grupo debe incluir en su visión común cuál es su parecer sobre estos temas, si el proyecto aspira a tener una huella ecológica reducida, si pretende ser un proyecto neutro en emisiones de CO2, si aspira a la autosuficiencia energética o al uso de energías renovables, si la soberanía alimentaria o la producción ecológica de alimentos son asuntos importantes para el grupo, si se quiere utilizar un enfoque sistémico como los que proporciona la ecología industrial o la permacultura, etc. De nuevo, en caso de duda y desconocimiento, resulta útil pedir ayuda y dejarse asesorar por un experto.
Dimensión económica. En los últimos años se han multiplicado los signos de una nueva economía que no aspira tanto a la obtención pura y dura de beneficios privados, sino a la creación de riqueza colectiva y la satisfacción de necesidades personales no exclusivamente materiales. Dentro de esta economía, los principales asuntos que un grupo debe tener en cuenta tienen que ver con la propiedad, la producción, el trabajo, el dinero, y el alcance. En relación con el tema de la propiedad las opciones van desde la propiedad colectiva a la propiedad privada, pasando por diferentes formas mixtas. Por ejemplo, algunas ecoaldeas mantienen la propiedad colectiva del suelo, pero permiten la propiedad de la vivienda, o la existencia de empresas privadas. Y lo mismo ocurre con los frutos del trabajo: en las comunidades de economía común toda la riqueza producida se gestiona colectivamente, independientemente de la aportación individual; mientras que en las ecoaldeas de tipo ‘covivienda’, cada familia gestiona sus ingresos y contribuye a la comunidad con un fondo común. Todas las opciones son válidas siempre que se pongan en marcha mecanismos para asegurar que nadie queda al margen de la riqueza colectivamente creada (seguridad económica).
En el tema de la producción, un grupo debe tener claro qué está dispuesto a producir y qué queda fuera por razones éticas o de otro tipo. Si el grupo apuesta por un desarrollo sostenible es bueno aclarar qué se entiende por esto, ya que el término es demasiado vago. En relación al trabajo, resulta conveniente saber si el grupo apuesta por una valoración igualitaria del tiempo de trabajo (una hora es una hora para todos los trabajos) o prefiere valorarlo desigualmente siempre que se respeten ciertos límites. Si se espera que todos los miembros del grupo trabajen por igual, o se va a permitir que cada uno elija cuánto quiere trabajar (lo que de alguna forma, mide el grado de compromiso con el proyecto). En el tema del dinero, un grupo debe plantearse si admite cualquier fuente de financiación o no, dónde guardar los ahorros o en qué proyectos externos invertirlos, si funciona sólo con moneda de curso legal o está dispuesto a aceptar monedas complementarias, etc. Por último, en cuanto al alcance del proyecto, de nuevo es importante plantearse si se apuesta por una economía local o de escala, o por una economía más global y en qué grado.
Dimensión cultural. Tal vez el principal asunto de esta dimensión que puede marcar diferencias claras en un grupo tiene que ver con los estilos de vida. Las opciones son muchas, desde la apuesta por una simplicidad radical, sin apenas consumo, energía o tecnología punta, hasta la aceptación de diferentes grados de confort material. O la preferencia por ‘más estructura’ versus ‘dejarse fluir’. Ambas suelen ser una fuente de problemas si no se consideran a tiempo. También en el tema de la espiritualidad, otro asunto que puede suponer diferencias insalvables, es recomendable que el grupo deje clara su postura desde el inicio, al menos si el tema es relevante para algunos miembros. La relación con los animales suele ser igualmente un tema que genera controversia, especialmente si en el grupo hay personas muy sensibles al trato que se suele dar a los animales domésticos. Educación y salud son, finalmente, dos temas normalmente importantes para grupos que quieren vivir en comunidad. Sería, por tanto, recomendable que hablaran de ellos y comprobaran el grado de acuerdo que tienen al respecto.
Una visión común no es, finalmente, un documento estanco que el grupo establece de una vez por todas. Lo lógico es que el grupo revise su visión común de vez en cuando, al menos cuando la propia historia del grupo le lleva a reconsiderar algunos de sus planteamientos iniciales. No se trata de volver a pasar por este difícil proceso cada año, pero sí contar con la flexibilidad suficiente como para incorporar algunos cambios que parecen naturales con el tiempo. Igualmente importante es que cualquier persona que quiera incorporarse al grupo más tarde tenga conocimiento inmediato de su visión común, y que pueda decidir su incorporación a partir de una reflexión meditada de este documento.
* Como ejemplos de técnicas de creación de visiones compartidas cabe citar el método de Historias del Futuro, desarrollado por Warren Ziegler y expuesto por Andy Langford en su manual Designing Productive Meetings and Events (se puede descargar gratuitamente desde http://www.selba.org/SelbaPublicaciones.htm), el método desarrollado por el Rocky Mountain Institute y expuesto en el libro Economic Renewal, la técnica conocida como Indagación Apreciativa (http://en.wikipedia.org/wiki/Appreciative_inquiry), o los diversos ejercicios aportados por Diana Leafe Christian en su libro Crear una vida juntos (ed. Cauac).
2 may 2012
La necesidad de pertenencia
Pertenecer y ser aceptado por un grupo es, según Maslow y otros autores, una necesidad humana fundamental. La mayoría de los seres humanos muestran un claro deseo de pertenecer y ser parte de algo más grande que ellos mismos. Esta necesidad de pertenencia desborda el ámbito familiar donde se satisface inicialmente y se extiende después al trabajo, al grupo de amigos, al barrio o comunidad local donde vivimos, y a las diferentes asociaciones y redes culturales o sociales con las que nos relacionamos a lo largo de nuestra vida. Pertenecer y ser aceptado en un grupo nos permite desarrollar relaciones sólidas y estables con otras personas y participar del flujo afectivo que las recorre. En este sentido, la necesidad de pertenencia es, en última instancia, la necesidad de dar y recibir afecto de otras personas, de ser parte de un entramado sólido de relaciones afectivas que nos nutren y que sostienen nuestra existencia.
Es cierto que algunas personas prefieren estar solas y apenas se involucran en colectivos o redes sociales. Sin embargo, salvo que se trate de ermitaños, la mayoría de las personas mantiene una relación afectiva con otras personas y experimenta a su manera la necesidad de pertenencia. La soledad, cuando es buscada, puede ser un fuerte estímulo para el descubrimiento de uno mismo. En momentos de contemplación y silencio, nos es más fácil descubrir quiénes somos, qué queremos, así como reconectar con nuestro poder interior y aumentar nuestra auto-estima. No obstante, para que estos momentos de intimidad sean realmente beneficiosos han de ser elegidos, no impuestos. Y en general, nos resulta más fácil entrar en un tiempo de silencio y recogimiento cuando sabemos que al final nos espera el reencuentro con la gente que nos quiere y queremos, que cuando, por las razones que sean, nos vemos forzados a pasar largas temporadas sin apenas contacto con otras personas.
Es precisamente en esos momentos forzados de soledad que se revela con toda su fuerza la importancia de la necesidad de pertenencia. Las personas que, por diferentes razones (abandono, extravío, encarcelamiento, etc.), han pasado por largos periodos de aislamiento han señalado que les resultaba más difícil la gestión emocional de su situación que la privación física. Cuando el periodo de soledad se prolonga en el tiempo una persona puede sufrir diversos desordenes emocionales incluyendo insomnio, ataques de miedo, depresión, cansancio, estrés y confusión general. En una sociedad individualista como la nuestra, la soledad no elegida por la que pasan millones de personas produce síntomas similares a los anteriores, llenando la vida de esas personas de tristeza, depresión o ansiedad por un futuro que resulta difícil sin el apoyo de alguien cercano.
Desde una perspectiva evolucionista, una posible causa de esta necesidad de pertenencia se halla en un pasado remoto, cuando pertenecer a un grupo era fundamental para la supervivencia. Vivir en grupo permitía a los miembros de una tribu repartirse la carga de trabajo y protegerse mutuamente de potenciales peligros externos. En la actualidad, al menos en la sociedad occidental, esta necesidad de protección mutua no es tan evidente. Pero la necesidad quedó recogida de alguna manera en la biología de nuestro ser, y aunque ya no vivimos en tribus, la gente todavía siente el impulso de proteger y dar afecto a aquellas personas que quiere y que forman parte de sus grupos más cercanos, así cómo de sentirse protegidos y cuidados por ellos. Tal vez lo más interesante de esta incesante evolución es el hecho de que el sentido de pertenencia se ha extendido, al menos para algunas personas, a toda la familia humana y, cada vez con más fuerza, a todos los seres vivos, aunque esto se realice efectivamente a través de grupos y redes sociales concretos a través de los cuales canalizamos nuestro afecto por la humanidad y la vida.
Esta necesidad de pertenecer, de ser aceptado por un grupo, es tan grande que las personas, en general, reaccionamos mal cuando un grupo al que queremos o creemos pertenecer nos ignora, nos evita o, lo que es peor, nos rechaza de manera explícita impidiéndonos formar parte de él. El rechazo, en diferentes formas, es una práctica habitual en la familia, la escuela, en las pandillas de adolescentes, en los centros de trabajo, etc., siendo causa de graves desórdenes emocionales. Las personas rechazadas se sienten frustradas, ansiosas, solas y, en casos extremos, deprimidas y con escasa auto-estima. Con el tiempo, el temor al rechazo les lleva a mantener relaciones superficiales con la gente, evitando el compromiso y adoptando una actitud de indiferencia hacia los demás y hacia las posibilidades de colaboración con otras personas.
En el plano social, el rechazo de una mayoría dominante hacia cualquier miembro de un grupo minoritario se conoce como marginación o exclusión social. Se trata de un proceso de ruptura social (en algunos casos, como resultado de situaciones de opresión y dominación que vienen de lejos), por el que algunos grupos o personas quedan separadas de las relaciones sociales e instituciones existentes, lo que les impide una participación plena en las actividades normales de la sociedad en la que viven, hallándose por tanto en una situación de desventaja. La exclusión social suele estar relacionada con la pobreza, la falta de educación, o la pertenencia a minorías étnicas. También se aplica a formas de discriminación relacionadas con el género, la edad, la orientación sexual, las creencias religiosas, etc. Cualquiera que sea la causa, las personas socialmente excluidas experimentan síntomas similares a los comentados anteriormente, mostrando en general una baja auto-estima.
Y es que recientes estudios sobre identidad social y autoestima revelan que esta última característica no depende solamente de cualidades personales, sino del valor percibido de los grupos a los que pertenecemos. En general, las personas que forman parte de grupos con poder o bien valorados, o —y esto es lo más interesante— de grupos de los que se sienten orgullosos de pertenecer aunque se trate de grupos socialmente poco valorados o con poco poder, suelen tener más autoestima que aquellas personas pertenecientes a grupos que no valoran o que se sienten excluidas de cualquier grupo. Si pensamos, como Maslow, que la auto-estima es una necesidad humana fundamental que nos permite enfrentar la vida con más confianza, benevolencia y optimismo, conseguir nuestros objetivos y auto-realizarnos, se entiende la importancia de crear grupos y redes sólidas, que funcionen bien tanto en sus procesos internos como en la consecución de sus objetivos, dispuestos a trabajar las diferencias, fomentar la inclusión y abrazar la diversidad. Grupos, en definitiva, de los que nos sintamos orgullosos, que nos permitan satisfacer nuestra necesidad de pertenencia, reforzar nuestra autoestima, y ser canal expresivo de nuestra creatividad y confianza en la vida.
Es cierto que algunas personas prefieren estar solas y apenas se involucran en colectivos o redes sociales. Sin embargo, salvo que se trate de ermitaños, la mayoría de las personas mantiene una relación afectiva con otras personas y experimenta a su manera la necesidad de pertenencia. La soledad, cuando es buscada, puede ser un fuerte estímulo para el descubrimiento de uno mismo. En momentos de contemplación y silencio, nos es más fácil descubrir quiénes somos, qué queremos, así como reconectar con nuestro poder interior y aumentar nuestra auto-estima. No obstante, para que estos momentos de intimidad sean realmente beneficiosos han de ser elegidos, no impuestos. Y en general, nos resulta más fácil entrar en un tiempo de silencio y recogimiento cuando sabemos que al final nos espera el reencuentro con la gente que nos quiere y queremos, que cuando, por las razones que sean, nos vemos forzados a pasar largas temporadas sin apenas contacto con otras personas.
Es precisamente en esos momentos forzados de soledad que se revela con toda su fuerza la importancia de la necesidad de pertenencia. Las personas que, por diferentes razones (abandono, extravío, encarcelamiento, etc.), han pasado por largos periodos de aislamiento han señalado que les resultaba más difícil la gestión emocional de su situación que la privación física. Cuando el periodo de soledad se prolonga en el tiempo una persona puede sufrir diversos desordenes emocionales incluyendo insomnio, ataques de miedo, depresión, cansancio, estrés y confusión general. En una sociedad individualista como la nuestra, la soledad no elegida por la que pasan millones de personas produce síntomas similares a los anteriores, llenando la vida de esas personas de tristeza, depresión o ansiedad por un futuro que resulta difícil sin el apoyo de alguien cercano.
Desde una perspectiva evolucionista, una posible causa de esta necesidad de pertenencia se halla en un pasado remoto, cuando pertenecer a un grupo era fundamental para la supervivencia. Vivir en grupo permitía a los miembros de una tribu repartirse la carga de trabajo y protegerse mutuamente de potenciales peligros externos. En la actualidad, al menos en la sociedad occidental, esta necesidad de protección mutua no es tan evidente. Pero la necesidad quedó recogida de alguna manera en la biología de nuestro ser, y aunque ya no vivimos en tribus, la gente todavía siente el impulso de proteger y dar afecto a aquellas personas que quiere y que forman parte de sus grupos más cercanos, así cómo de sentirse protegidos y cuidados por ellos. Tal vez lo más interesante de esta incesante evolución es el hecho de que el sentido de pertenencia se ha extendido, al menos para algunas personas, a toda la familia humana y, cada vez con más fuerza, a todos los seres vivos, aunque esto se realice efectivamente a través de grupos y redes sociales concretos a través de los cuales canalizamos nuestro afecto por la humanidad y la vida.
Esta necesidad de pertenecer, de ser aceptado por un grupo, es tan grande que las personas, en general, reaccionamos mal cuando un grupo al que queremos o creemos pertenecer nos ignora, nos evita o, lo que es peor, nos rechaza de manera explícita impidiéndonos formar parte de él. El rechazo, en diferentes formas, es una práctica habitual en la familia, la escuela, en las pandillas de adolescentes, en los centros de trabajo, etc., siendo causa de graves desórdenes emocionales. Las personas rechazadas se sienten frustradas, ansiosas, solas y, en casos extremos, deprimidas y con escasa auto-estima. Con el tiempo, el temor al rechazo les lleva a mantener relaciones superficiales con la gente, evitando el compromiso y adoptando una actitud de indiferencia hacia los demás y hacia las posibilidades de colaboración con otras personas.
En el plano social, el rechazo de una mayoría dominante hacia cualquier miembro de un grupo minoritario se conoce como marginación o exclusión social. Se trata de un proceso de ruptura social (en algunos casos, como resultado de situaciones de opresión y dominación que vienen de lejos), por el que algunos grupos o personas quedan separadas de las relaciones sociales e instituciones existentes, lo que les impide una participación plena en las actividades normales de la sociedad en la que viven, hallándose por tanto en una situación de desventaja. La exclusión social suele estar relacionada con la pobreza, la falta de educación, o la pertenencia a minorías étnicas. También se aplica a formas de discriminación relacionadas con el género, la edad, la orientación sexual, las creencias religiosas, etc. Cualquiera que sea la causa, las personas socialmente excluidas experimentan síntomas similares a los comentados anteriormente, mostrando en general una baja auto-estima.
Y es que recientes estudios sobre identidad social y autoestima revelan que esta última característica no depende solamente de cualidades personales, sino del valor percibido de los grupos a los que pertenecemos. En general, las personas que forman parte de grupos con poder o bien valorados, o —y esto es lo más interesante— de grupos de los que se sienten orgullosos de pertenecer aunque se trate de grupos socialmente poco valorados o con poco poder, suelen tener más autoestima que aquellas personas pertenecientes a grupos que no valoran o que se sienten excluidas de cualquier grupo. Si pensamos, como Maslow, que la auto-estima es una necesidad humana fundamental que nos permite enfrentar la vida con más confianza, benevolencia y optimismo, conseguir nuestros objetivos y auto-realizarnos, se entiende la importancia de crear grupos y redes sólidas, que funcionen bien tanto en sus procesos internos como en la consecución de sus objetivos, dispuestos a trabajar las diferencias, fomentar la inclusión y abrazar la diversidad. Grupos, en definitiva, de los que nos sintamos orgullosos, que nos permitan satisfacer nuestra necesidad de pertenencia, reforzar nuestra autoestima, y ser canal expresivo de nuestra creatividad y confianza en la vida.
3 mar 2012
Una historia de pueblo
Cuando llegué a Artosilla en el año 2000, con la intención de contribuir a transformar esta pequeña aldea, apenas habitada por una docena de personas, en una ecoaldea —al menos eso es lo que había hablado con algunos de los habitantes y por eso en 1999 habíamos organizado en el pueblo el II Encuentro de la Red Ibérica de Ecoaldeas—, no podía imaginarme que me iba a encontrar con gente tan curiosa y variopinta. Había mucha más diversidad en esas 12 personas que en la mayoría de cursos que hago. En el devenir de los días me encontré con personajes (roles) que no solamente no era capaz de entender, sino que tampoco tenía herramientas para evitar que me hicieran daño. Y me lo hicieron, claro. Esta es la historia de uno de ellos.
Desde chiquito he vivido con angustia la injusticia. Con 17 años lloraba amargamente cuando escuchaba las canciones de Victor Jara, Violeta Parra o el mismo Labordeta. No podía entender cómo la gente podía actuar de manera tan injusta, y tan insensible al daño que podían hacer a otras personas (de hecho, esta incomprensión ha sido un gran límite en mi vida). Cuando llegué a Artosilla, mi grandiosa visión de la ecoaldea que íbamos a construir incluía personas que se relacionaban amorosa y compasivamente, pero sobre todo con equidad y justicia, con un sentido proporcionado y coherente de lo que cada uno da y recibe a cambio.
Pronto descubrí que no todo el mundo compartía mi sentido de la justicia y la coherencia. El señor R (así llamaré al rol para no caer en la trampa de identificarlo con la persona) me demostró una y otra vez que podía hacer cosas que rompían por completo mis esquemas mentales. Por dar algunos ejemplos, una vez me llamaron los albañiles que trabajaban en mi casa (en realidad, amigos míos que me hacían un barato por echarme una mano) para decirme que habían llegado el lunes a trabajar y que no había herramientas. Sorprendido, me acerqué al pueblo en cuanto pude —entonces trabajaba en una escuela pública para poder pagar los gastos de la construcción de la casa— para averiguar que pasaba. Descubrí, con rabia, que el señor R había recogido en mi ausencia todas las herramientas, y encerrado con llave en un cuarto, afirmando que eran suyas, incluso cuando yo le presenté papeles de compra que todavía guardaba. Nunca las recuperé. En otra ocasión, amenazó con pararme la obra si seguía utilizando unas piedras que yo mismo había guardado del desescombro de mi casa, levantada sobre una ruina previa. Él afirmaba sin ninguna duda que esas piedras eran suyas, que las había dejado ahí para forrar su casa, en la que también estaba trabajando. Le tuve que dar la mitad de las piedras, aunque en mi fuero interno tenía claro que esas piedras eran mías. Mucho antes de que estas y otras cosas peores tuvieran lugar, el señor R me había invitado amablemente a vivir en un pequeño apartamento que él tenía y que no utilizaba. Delante de mis padres afirmó que esa sería mi casa hasta que yo terminará la mía. Me alojaba hasta entonces en casa de un vecino, compartiendo cuarto con los niños, y allí no podía seguir. Acepté la invitación y le pregunté cuánto le daba por el alquiler. Me respondió que él no quería saber nada de dinero y que le gustaba trocar. Cómo el espacio estaba por hacer, acepté pagar a medias una tarima para el suelo que costaba unos 2.000 euros, como trueque o compensación por vivir ahí. Por la misma razón, hice la instalación eléctrica y pagué con mi dinero los cables, llaves y enchufes. Ayudé en la instalación del baño y en otros arreglos que fueron necesarios. Cuando apenas llevaba un año de vivir ahí, revisando las cuentas y gastos que me llegaban cada cierto tiempo del almacén de construcción, descubrí una factura por valor de 400 euros por la compra de un baño completo que no estaba en mi casa, sino en el apartamento del señor R. Cuando le comenté por qué había cargado en mi cuenta los gastos del baño, algo que nunca habíamos hablado, me dijo que era por lo de la compensación, pero cuando le dije que yo creía que de momento estaba más que compensado se enfadó un montón, me dijo que me devolvería el dinero del baño, y así lo hizo, pero que eso no eran maneras. Apenas unos meses más tarde me dio la noticia de que sus hijos querían venir a vivir a Artosilla y que necesitaba urgentemente el apartamento, que en un mes me tenía que marchar de allí. No había nada que discutir, ni pareció importarle que yo me quedara sin techo ni lugar donde quedarme en Artosilla, ni pareció preocuparle que hubiera prometido delante de mis padres que allí podría quedarme hasta que tuviera lista mi casa. Al mes me fui a casa de otro vecino, que me alojó por un tiempo, aunque finalmente me tuve que marchar del pueblo. Y por supuesto, sus hijos nunca vinieron a vivir a Artosilla.
Todos estos desencuentros con el señor R —hubo muchos más que no comento por no alargar— me generaron muchísima rabia, pero también una gran tristeza y sensación de impotencia. Sufría un gran dolor interno que ninguna justificación racional podía mitigar. Además cada vez que pasaba algo gordo, dejábamos de hablarnos o nos separábamos airadamente, y el resquemor acumulado se mostraba violentamente en las asambleas de pueblo, donde apenas podía evitar mis deseos de venganza. Me preguntaba una y otra vez cómo alguien puede actuar así. Y lo peor es que todo esto lo vivía más bien en soledad, pues mi relación con los demás vecinos tampoco funcionaba muy bien, y menos para hablar de cuestiones profundas y emocionales. Más tarde, cuando ya vivía con gente afín en una pequeña comunidad que se creó dentro de Artosilla y que llamamos Taldea, cuando ya mi vida se llenaba con el amor y comprensión de otras personas, los desencuentros con el señor R, que se seguían dando, los vivía de otra manera, no sólo porque ya había aprendido hasta dónde podía llegar con él, sino porque podía expresar mi frustración abiertamente y al menos procesar mi parte. Y entonces aprendí algo que nunca hubiera podido imaginar.
El señor R me ponía a prueba en lo más profundo de mi ser. Era capaz de dar en la llaga de lo que más me dolía: la injusticia, la incoherencia, los actos injustos o incomprensibles, los actos que parecen surgir del capricho de alguien y a quien no parece importarle mucho las consecuencias, ni el daño que pueda hacer a otras personas. Bueno, así es en realidad como lo vivía yo, pues al ser este tema uno de mis límites, vivía identificado con una idea/sentimiento de la justicia y de la coherencia, que evidentemente, y eso lo aprendí gracias al señor R, no era compartida por todos los seres humanos. En última instancia, aprendí que el dolor que yo sentía ante lo que me parecía un comportamiento inadmisible del señor R, tenía tanto que ver con su comportamiento como con la manera en que yo, apegado emocionalmente a un determinado sentido de la justicia, lo vivía. Necesité años para aprender algo que ahora me parece tan simple. Mientras, viví el dolor de la injusticia muchísimas veces. El señor R parecía no aprender nada de lo que nos ocurría y se repetía hasta la saciedad en sus comportamientos imposibles —claro que, entonces yo no sabía que el señor R era un rol, y los roles son como son, no cambian, sólo las personas pueden cambiar.
Es posible que alguien se pregunte cómo me pudo pasar esto tantas veces, cómo me dejé engañar una y otra vez por el señor R, y por qué no lo mandé a la mierda después del primer desencuentro, cuando todavía lo identificaba con la persona sin saber que en realidad era un personaje. No responderé diciendo que reconocí enseguida al señor R como mi maestro y quise aprender de él, pues sería una estupidez. En aquel entonces no sabía mucho de límites personales, ni de cómo otras personas pueden ayudarnos a superar tales límites, aunque duela. Estoy seguro que si esto me pasa en otro lugar, con más opciones para relacionarme con otras personas, hubiera dejado al señor R de lado o hecho todo lo posible para alejarme de él. Pero lo cierto es que vivía en un pueblo con 12 habitantes, que a veces apenas éramos 4 o 5, pues la gente iba, venía, se marchaban a trabajar, y la soledad termina por ablandar el corazón. Y el mío suele ser bastante blando. Pero ni siquiera así estaría diciendo toda la verdad de por qué volvía una y otra vez a relacionarme con el señor R. Otro factor importante era que el señor R también tenía, y tiene, un corazón blando. Cierto que a veces nos enfadábamos durante meses y no nos hablábamos en todo el tiempo, pero en algún momento él siempre volvía a hablarme, y por la manera en que lo hacía, notaba enseguida que no guardaba rencor, y después de algunos lloros compartidos —y hemos llorado mucho juntos—, volvíamos a relacionarnos con alegría.
En este sentido tengo que agradecer a Artosilla, y al hecho de ser tan poquita gente, el verme obligado a mantener la relación con un personaje que, de primeras, hubiera rechazado frontalmente. Gracias a tener que convivir con él, más de lo que inicialmente era capaz de soportar, pude superar también uno de mis grandes límites. Gracias al señor R descubrí que mi sentido de la justicia no era más que una idea, una idea con la que había crecido y a la que había asociado determinados sentimientos, pero en definitiva una idea más, incompatible con otras ideas que sobre la justicia mantienen otras personas. Y una idea que en el momento que alguien la tiene por verdadera y única, como me pasaba a mi, puede hacer tanto daño como cualquier otra, pues ¿qué conseguía yo con mis mal disimulados deseos de venganza, sino hacer daño, simplemente porque alguien actuaba de una manera que no entendía y parecía ir en contra de mi más sagrada verdad?
Gracias a la oportunidad que tuve de conocer en profundidad al señor R descubrí que él, o mejor dicho la persona que hay detrás de este rol, también tiene una idea/sentido de la justicia y que, desde luego, sus actos intentan ser coherentes con esa idea. Esta persona tiene también un niño interior que sufrió penurias y abusos de pequeño y que necesita atención constante, un niño que se le escapa en muchas ocasiones para decir: !ah sí, ahora verás, como te voy a chinchar! Un niño que el adulto no siempre reconoce y que le impide ver muchas veces sus errores. Pero su idea de la justicia está ahí, y es profunda, y en gran parte no es fácilmente explicable con palabras, y puede parecer, como durante tanto tiempo me lo pareció a mi, incoherente y en última instancia, injustificable.
Por último, no hay que olvidar que el señor R es un rol, un personaje, un espíritu que anima el campo grupal de nuestra cultura, un espíritu que puede aparecer una y otra vez en los grupos, representado por personas diferentes, para traernos su mensaje. Un rol que, entre otras cosas, dice: eh, cuidado, tu idea de la justicia, de la coherencia, de la equidad, del equilibrio o de cualquier cosa parecida, puede ser limitada, tal vez no estés viendo lo suficiente, ni tengas la perspectiva adecuada, quién eres tú para juzgarme a mi si ni siquiera eres capaz de verme en la totalidad de lo que soy, no te dejas engañar por tu dolor, búscalo en tu pasado y despréndete de él, después vuelve a mirarme.
Si el señor R es un rol, la persona que hay detrás de él bien puede jugar otros muchos roles. Y así lo ha hecho en todo este tiempo, aunque yo tardara en reconocerlo. De hecho, algunos de ellos eran, y son, muy amorosos y compasivos. Si me hubiera dejado llevar por el primer gran desencuentro, hubiera condenado a esta persona identificándola para siempre con el señor R, sin darle la oportunidad de mostrarse en todo lo que es. Afortunadamente, gracias a Artosilla los encuentros se mantuvieron con sus más y sus menos, y pude descubrir así una persona con un gran corazón, una persona capaz de enrabietarse un instante, llorar el siguiente, y darte un abrazo después. Ahora sí que puedo decir, sin ambages, que el señor R, y la persona que hay detrás, ha sido mi maestra durante todo este tiempo. Y aunque todavía hay cosas de ella que me cuesta entender, y momentos que la mandaría igualmente lejos de mi, al menos he aprendido que no es necesario entenderlo todo al detalle para captar la sabiduría que nos filtra el universo en las pequeñas acciones, que es bueno saber esperar y ver lo que nos ocurre desde perspectivas más amplias, desde espacios que desbordan la coherencia de la razón para dar cabida a la coherencia del corazón y, más lejos aún, para dar cabida a la coherencia de la vida y la sabiduría del universo. Ahora sé que, en adelante, tendré mucho más cuidado a la hora de sacar el rol del justo, pues en un descuido se convierte fácilmente en el justiciero. Y tendré más cuidado en pedir coherencia a los demás, cuando tal vez es mi propia forma de mirar lo que resulta incoherente.
Desde chiquito he vivido con angustia la injusticia. Con 17 años lloraba amargamente cuando escuchaba las canciones de Victor Jara, Violeta Parra o el mismo Labordeta. No podía entender cómo la gente podía actuar de manera tan injusta, y tan insensible al daño que podían hacer a otras personas (de hecho, esta incomprensión ha sido un gran límite en mi vida). Cuando llegué a Artosilla, mi grandiosa visión de la ecoaldea que íbamos a construir incluía personas que se relacionaban amorosa y compasivamente, pero sobre todo con equidad y justicia, con un sentido proporcionado y coherente de lo que cada uno da y recibe a cambio.
Pronto descubrí que no todo el mundo compartía mi sentido de la justicia y la coherencia. El señor R (así llamaré al rol para no caer en la trampa de identificarlo con la persona) me demostró una y otra vez que podía hacer cosas que rompían por completo mis esquemas mentales. Por dar algunos ejemplos, una vez me llamaron los albañiles que trabajaban en mi casa (en realidad, amigos míos que me hacían un barato por echarme una mano) para decirme que habían llegado el lunes a trabajar y que no había herramientas. Sorprendido, me acerqué al pueblo en cuanto pude —entonces trabajaba en una escuela pública para poder pagar los gastos de la construcción de la casa— para averiguar que pasaba. Descubrí, con rabia, que el señor R había recogido en mi ausencia todas las herramientas, y encerrado con llave en un cuarto, afirmando que eran suyas, incluso cuando yo le presenté papeles de compra que todavía guardaba. Nunca las recuperé. En otra ocasión, amenazó con pararme la obra si seguía utilizando unas piedras que yo mismo había guardado del desescombro de mi casa, levantada sobre una ruina previa. Él afirmaba sin ninguna duda que esas piedras eran suyas, que las había dejado ahí para forrar su casa, en la que también estaba trabajando. Le tuve que dar la mitad de las piedras, aunque en mi fuero interno tenía claro que esas piedras eran mías. Mucho antes de que estas y otras cosas peores tuvieran lugar, el señor R me había invitado amablemente a vivir en un pequeño apartamento que él tenía y que no utilizaba. Delante de mis padres afirmó que esa sería mi casa hasta que yo terminará la mía. Me alojaba hasta entonces en casa de un vecino, compartiendo cuarto con los niños, y allí no podía seguir. Acepté la invitación y le pregunté cuánto le daba por el alquiler. Me respondió que él no quería saber nada de dinero y que le gustaba trocar. Cómo el espacio estaba por hacer, acepté pagar a medias una tarima para el suelo que costaba unos 2.000 euros, como trueque o compensación por vivir ahí. Por la misma razón, hice la instalación eléctrica y pagué con mi dinero los cables, llaves y enchufes. Ayudé en la instalación del baño y en otros arreglos que fueron necesarios. Cuando apenas llevaba un año de vivir ahí, revisando las cuentas y gastos que me llegaban cada cierto tiempo del almacén de construcción, descubrí una factura por valor de 400 euros por la compra de un baño completo que no estaba en mi casa, sino en el apartamento del señor R. Cuando le comenté por qué había cargado en mi cuenta los gastos del baño, algo que nunca habíamos hablado, me dijo que era por lo de la compensación, pero cuando le dije que yo creía que de momento estaba más que compensado se enfadó un montón, me dijo que me devolvería el dinero del baño, y así lo hizo, pero que eso no eran maneras. Apenas unos meses más tarde me dio la noticia de que sus hijos querían venir a vivir a Artosilla y que necesitaba urgentemente el apartamento, que en un mes me tenía que marchar de allí. No había nada que discutir, ni pareció importarle que yo me quedara sin techo ni lugar donde quedarme en Artosilla, ni pareció preocuparle que hubiera prometido delante de mis padres que allí podría quedarme hasta que tuviera lista mi casa. Al mes me fui a casa de otro vecino, que me alojó por un tiempo, aunque finalmente me tuve que marchar del pueblo. Y por supuesto, sus hijos nunca vinieron a vivir a Artosilla.
Todos estos desencuentros con el señor R —hubo muchos más que no comento por no alargar— me generaron muchísima rabia, pero también una gran tristeza y sensación de impotencia. Sufría un gran dolor interno que ninguna justificación racional podía mitigar. Además cada vez que pasaba algo gordo, dejábamos de hablarnos o nos separábamos airadamente, y el resquemor acumulado se mostraba violentamente en las asambleas de pueblo, donde apenas podía evitar mis deseos de venganza. Me preguntaba una y otra vez cómo alguien puede actuar así. Y lo peor es que todo esto lo vivía más bien en soledad, pues mi relación con los demás vecinos tampoco funcionaba muy bien, y menos para hablar de cuestiones profundas y emocionales. Más tarde, cuando ya vivía con gente afín en una pequeña comunidad que se creó dentro de Artosilla y que llamamos Taldea, cuando ya mi vida se llenaba con el amor y comprensión de otras personas, los desencuentros con el señor R, que se seguían dando, los vivía de otra manera, no sólo porque ya había aprendido hasta dónde podía llegar con él, sino porque podía expresar mi frustración abiertamente y al menos procesar mi parte. Y entonces aprendí algo que nunca hubiera podido imaginar.
El señor R me ponía a prueba en lo más profundo de mi ser. Era capaz de dar en la llaga de lo que más me dolía: la injusticia, la incoherencia, los actos injustos o incomprensibles, los actos que parecen surgir del capricho de alguien y a quien no parece importarle mucho las consecuencias, ni el daño que pueda hacer a otras personas. Bueno, así es en realidad como lo vivía yo, pues al ser este tema uno de mis límites, vivía identificado con una idea/sentimiento de la justicia y de la coherencia, que evidentemente, y eso lo aprendí gracias al señor R, no era compartida por todos los seres humanos. En última instancia, aprendí que el dolor que yo sentía ante lo que me parecía un comportamiento inadmisible del señor R, tenía tanto que ver con su comportamiento como con la manera en que yo, apegado emocionalmente a un determinado sentido de la justicia, lo vivía. Necesité años para aprender algo que ahora me parece tan simple. Mientras, viví el dolor de la injusticia muchísimas veces. El señor R parecía no aprender nada de lo que nos ocurría y se repetía hasta la saciedad en sus comportamientos imposibles —claro que, entonces yo no sabía que el señor R era un rol, y los roles son como son, no cambian, sólo las personas pueden cambiar.
Es posible que alguien se pregunte cómo me pudo pasar esto tantas veces, cómo me dejé engañar una y otra vez por el señor R, y por qué no lo mandé a la mierda después del primer desencuentro, cuando todavía lo identificaba con la persona sin saber que en realidad era un personaje. No responderé diciendo que reconocí enseguida al señor R como mi maestro y quise aprender de él, pues sería una estupidez. En aquel entonces no sabía mucho de límites personales, ni de cómo otras personas pueden ayudarnos a superar tales límites, aunque duela. Estoy seguro que si esto me pasa en otro lugar, con más opciones para relacionarme con otras personas, hubiera dejado al señor R de lado o hecho todo lo posible para alejarme de él. Pero lo cierto es que vivía en un pueblo con 12 habitantes, que a veces apenas éramos 4 o 5, pues la gente iba, venía, se marchaban a trabajar, y la soledad termina por ablandar el corazón. Y el mío suele ser bastante blando. Pero ni siquiera así estaría diciendo toda la verdad de por qué volvía una y otra vez a relacionarme con el señor R. Otro factor importante era que el señor R también tenía, y tiene, un corazón blando. Cierto que a veces nos enfadábamos durante meses y no nos hablábamos en todo el tiempo, pero en algún momento él siempre volvía a hablarme, y por la manera en que lo hacía, notaba enseguida que no guardaba rencor, y después de algunos lloros compartidos —y hemos llorado mucho juntos—, volvíamos a relacionarnos con alegría.
En este sentido tengo que agradecer a Artosilla, y al hecho de ser tan poquita gente, el verme obligado a mantener la relación con un personaje que, de primeras, hubiera rechazado frontalmente. Gracias a tener que convivir con él, más de lo que inicialmente era capaz de soportar, pude superar también uno de mis grandes límites. Gracias al señor R descubrí que mi sentido de la justicia no era más que una idea, una idea con la que había crecido y a la que había asociado determinados sentimientos, pero en definitiva una idea más, incompatible con otras ideas que sobre la justicia mantienen otras personas. Y una idea que en el momento que alguien la tiene por verdadera y única, como me pasaba a mi, puede hacer tanto daño como cualquier otra, pues ¿qué conseguía yo con mis mal disimulados deseos de venganza, sino hacer daño, simplemente porque alguien actuaba de una manera que no entendía y parecía ir en contra de mi más sagrada verdad?
Gracias a la oportunidad que tuve de conocer en profundidad al señor R descubrí que él, o mejor dicho la persona que hay detrás de este rol, también tiene una idea/sentido de la justicia y que, desde luego, sus actos intentan ser coherentes con esa idea. Esta persona tiene también un niño interior que sufrió penurias y abusos de pequeño y que necesita atención constante, un niño que se le escapa en muchas ocasiones para decir: !ah sí, ahora verás, como te voy a chinchar! Un niño que el adulto no siempre reconoce y que le impide ver muchas veces sus errores. Pero su idea de la justicia está ahí, y es profunda, y en gran parte no es fácilmente explicable con palabras, y puede parecer, como durante tanto tiempo me lo pareció a mi, incoherente y en última instancia, injustificable.
Por último, no hay que olvidar que el señor R es un rol, un personaje, un espíritu que anima el campo grupal de nuestra cultura, un espíritu que puede aparecer una y otra vez en los grupos, representado por personas diferentes, para traernos su mensaje. Un rol que, entre otras cosas, dice: eh, cuidado, tu idea de la justicia, de la coherencia, de la equidad, del equilibrio o de cualquier cosa parecida, puede ser limitada, tal vez no estés viendo lo suficiente, ni tengas la perspectiva adecuada, quién eres tú para juzgarme a mi si ni siquiera eres capaz de verme en la totalidad de lo que soy, no te dejas engañar por tu dolor, búscalo en tu pasado y despréndete de él, después vuelve a mirarme.
Si el señor R es un rol, la persona que hay detrás de él bien puede jugar otros muchos roles. Y así lo ha hecho en todo este tiempo, aunque yo tardara en reconocerlo. De hecho, algunos de ellos eran, y son, muy amorosos y compasivos. Si me hubiera dejado llevar por el primer gran desencuentro, hubiera condenado a esta persona identificándola para siempre con el señor R, sin darle la oportunidad de mostrarse en todo lo que es. Afortunadamente, gracias a Artosilla los encuentros se mantuvieron con sus más y sus menos, y pude descubrir así una persona con un gran corazón, una persona capaz de enrabietarse un instante, llorar el siguiente, y darte un abrazo después. Ahora sí que puedo decir, sin ambages, que el señor R, y la persona que hay detrás, ha sido mi maestra durante todo este tiempo. Y aunque todavía hay cosas de ella que me cuesta entender, y momentos que la mandaría igualmente lejos de mi, al menos he aprendido que no es necesario entenderlo todo al detalle para captar la sabiduría que nos filtra el universo en las pequeñas acciones, que es bueno saber esperar y ver lo que nos ocurre desde perspectivas más amplias, desde espacios que desbordan la coherencia de la razón para dar cabida a la coherencia del corazón y, más lejos aún, para dar cabida a la coherencia de la vida y la sabiduría del universo. Ahora sé que, en adelante, tendré mucho más cuidado a la hora de sacar el rol del justo, pues en un descuido se convierte fácilmente en el justiciero. Y tendré más cuidado en pedir coherencia a los demás, cuando tal vez es mi propia forma de mirar lo que resulta incoherente.
28 feb 2012
Cuatro espacios sagrados
Crear grupos y proyectos sólidos, en los que la eficiencia se conjugue con un absoluto cuidado por los procesos y por las personas, no es algo evidente, ni algo que se pueda hacer sin una necesaria preparación. Crear comunidad es un arte que requiere conocer ciertas técnicas y adquirir algunas habilidades. Si en un artículo anterior* hablaba de la Tabla de Elementos Esenciales para crear comunidad, dividida en cuatro cuadrantes (Intención, Comportamiento, Cultura y Estructuras) con sus correspondientes requisitos, aquí me quiero centrar en el tema de las estructuras necesarias que todo grupo debe crear para una buena organización y funcionamiento.
Al crear estas estructuras, y hacerlas visibles para todos, el grupo profundiza en su práctica democrática y previene la aparición de insidiosas estructuras invisibles de opresión que favorecen a ciertas personas en detrimento de otras. Su importancia es tal que deberíamos plantearnos seriamente otorgarles un valor sagrado. Al menos en el sentido de ser espacios que escapan a las relaciones cotidianas y se rigen por un espíritu de servicio hacia un bien superior. De ahí la necesidad de establecer algún ritual para su inicio y cierre que nos recuerde que estamos entrando en un espacio colectivo y que podemos dejar los egos fuera.
A lo largo de varios años como facilitador de grupos he identificado cuatro grandes espacios que deberían estar presente en todo grupo que aspire a convertirse en una auténtica comunidad: 1. la Asamblea, o espacio para la toma de decisiones; 2. el Foro, o espacio para la gestión de emociones; 3. el Taller, o espacio para la indagación colectiva, creativa y artística; y 4. el Círculo, o espacio de celebración y reconocimiento de los éxitos colectivos, espacio que se expresa en el silencio de una meditación compartida, en el canto y el baile de una danza de paz, en el ritual con el que acogemos la luna llena, en el banquete con el que festejamos una fecha importante, o en la alegría de una fiesta o de un acto lúdico. Si en la asamblea prima la mente y la razón, como principal facultad humana para el análisis y el juicio, en el foro prima el corazón, la expresión emocional y el descubrimiento de las fuerzas que actúan a través de nuestros actos inconscientes; mientras que en el taller damos paso a la sabiduría del cuerpo y de la palabra que emerge desde el profundo interior del grupo; y en el círculo compartimos desde la unidad que subyace toda palabra, todo gesto.
Todos estos espacios o estructuras son necesarias para la completa expresión grupal y, por tanto, para facilitar que un grupo alcance sus objetivos. En una cultura como la nuestra, que favorece el discurso racional sobre otras formas de expresión, sólo la asamblea ha alcanzado el reconocimiento necesario que le permite estar presente en todos los grupos y proyectos como espacio para la toma de decisiones. Los otros espacios apenas existen o lo hacen de una manera desvirtuada y ajena a su verdadero propósito (como ocurre con el espacio de celebración, cuando recurrimos a cualquiera de las muchas drogas en venta para ponernos a tono — en lugar de fomentar el sentimiento de unidad e interconexión propios de este espacio, las drogas así tomadas nos llevan a un estado de solipsismo y separación). De esta manera nuestra cultura privilegia una forma de ser, la de la persona hábil en el uso de la palabra y el discurso convincente, en detrimento de otras personas y formas expresivas igualmente valiosas y necesarias. Sin embargo, un grupo que no deja espacio para la expresión emocional está condenado a dejarse arrastrar por fuerzas que ninguna razón individual puede comprender ni detener, generando insatisfacción y probables abusos de poder. Igualmente, un grupo que no deja espacio a la creatividad y la expresión artística por considerarlas una niñería o una pérdida de tiempo, bloquea de esta manera el acceso a una información y conocimiento que sólo pueden surgir más allá de los estrechos límites en los que se mueve el discurso racional. Por último, un grupo que no celebra sus logros y su propia existencia como grupo, y que no reconoce las muchas maneras en que sus miembros contribuyen al bienestar y objetivos grupales, está condenado a la tristeza y a la perdida de cohesión grupal.
Priorizar la asamblea decisoria como único espacio de reunión y de expresión grupal supone automáticamente la marginación de aquellas personas que pueden hacer una gran contribución al grupo, aunque no sea a través de la palabra y el discurso bien articulado. Supone la marginación y exclusión de personas con un gran corazón y capacidad compasiva que podrían actuar como verdaderos élderes en caso de tensión y conflicto. Supone la marginación y exclusión de personas muy creativas, tal vez con ideas locas y para muchos incomprensibles, pero que pueden aportar un granito de verdad que abra puertas en momentos de ofuscación y de falta de caminos. Supone finalmente la marginación y exclusión de personas alegres, divertidas, o tal vez silenciosas e introvertidas, que pueden poner un punto de humor, de diversión, de alegría en nuestras vidas, o tal vez de silencio, de conexión con lo que existe, con la naturaleza y con el ser profundo de las cosas, y traer paz y ecuanimidad cuando el grupo más lo necesita.
En la actualidad conocemos bien los límites de la razón a la hora de tomar decisiones personales. Afortunadamente mecanismos intuitivo-emocionales que actúan tras el telón de la mente racional nos ayudan a tomar decisiones que la simple razón jamás podría encontrar. Es hora de traspasar este conocimiento a los grupos y proyectos en los que estamos inmersos. En un mundo que se revela cada vez más complejo y lleno de incertidumbre, la capacidad de la razón humana para dar respuesta a los múltiples desafíos que debemos enfrentar es bastante reducida, además de verse negativamente afectada por un campo grupal recorrido por emociones tristes, por fuerzas violentas llenas de frustración y rabia. Si no se presta atención al campo emocional de un grupo, si no utilizamos el foro para ganar conciencia de las fuerzas que nos atraviesan, de los bloqueos que nos impiden avanzar, de nada sirve una asamblea. Nunca será la mejor decisión posible. E incluso, con una buena gestión emocional, el destino del grupo se revelará incierto en muchas ocasiones. Y de nuevo será necesario expandir los límites de la razón, ahora a través de la creatividad, el arte o el juego. Por eso el taller, o espacio de indagación colectiva, resulta un apoyo imprescindible en la toma de decisiones. Permite dar cabida a más voces, especialmente las de aquellas personas que no se terminan de llevar bien con el discurso coherente de la razón, pero que son capaces de ‘ver’ más allá, de conectar con ideas que rompen el marco de razonamiento existente y dan lugar a nuevos caminos o soluciones, aunque a veces estas ideas se expresen a través de una palabra entrecortada que surge directamente del corazón, o de la mano de un pincel que parece tener vida propia. Por último, en el círculo de celebración, en el silencio de la mañana, en el canto y la danza del atardecer, en el ritual del crepúsculo o en la fiesta nocturna, el grupo se reconoce como tal, se capta en su esencia y en su totalidad, y desde ahí una información tan sutil como necesaria se posa suavemente en cada uno de sus miembros.
Cuando en la asamblea siguiente, alguien diga tengo una idea, que sepa que probablemente esa idea se gestó en un círculo de celebración, vio la luz en un taller de descubrimiento, y limpió su carga negativa en un foro de gestión emocional.
* ver Elementos esenciales en este blog
Al crear estas estructuras, y hacerlas visibles para todos, el grupo profundiza en su práctica democrática y previene la aparición de insidiosas estructuras invisibles de opresión que favorecen a ciertas personas en detrimento de otras. Su importancia es tal que deberíamos plantearnos seriamente otorgarles un valor sagrado. Al menos en el sentido de ser espacios que escapan a las relaciones cotidianas y se rigen por un espíritu de servicio hacia un bien superior. De ahí la necesidad de establecer algún ritual para su inicio y cierre que nos recuerde que estamos entrando en un espacio colectivo y que podemos dejar los egos fuera.
A lo largo de varios años como facilitador de grupos he identificado cuatro grandes espacios que deberían estar presente en todo grupo que aspire a convertirse en una auténtica comunidad: 1. la Asamblea, o espacio para la toma de decisiones; 2. el Foro, o espacio para la gestión de emociones; 3. el Taller, o espacio para la indagación colectiva, creativa y artística; y 4. el Círculo, o espacio de celebración y reconocimiento de los éxitos colectivos, espacio que se expresa en el silencio de una meditación compartida, en el canto y el baile de una danza de paz, en el ritual con el que acogemos la luna llena, en el banquete con el que festejamos una fecha importante, o en la alegría de una fiesta o de un acto lúdico. Si en la asamblea prima la mente y la razón, como principal facultad humana para el análisis y el juicio, en el foro prima el corazón, la expresión emocional y el descubrimiento de las fuerzas que actúan a través de nuestros actos inconscientes; mientras que en el taller damos paso a la sabiduría del cuerpo y de la palabra que emerge desde el profundo interior del grupo; y en el círculo compartimos desde la unidad que subyace toda palabra, todo gesto.
Todos estos espacios o estructuras son necesarias para la completa expresión grupal y, por tanto, para facilitar que un grupo alcance sus objetivos. En una cultura como la nuestra, que favorece el discurso racional sobre otras formas de expresión, sólo la asamblea ha alcanzado el reconocimiento necesario que le permite estar presente en todos los grupos y proyectos como espacio para la toma de decisiones. Los otros espacios apenas existen o lo hacen de una manera desvirtuada y ajena a su verdadero propósito (como ocurre con el espacio de celebración, cuando recurrimos a cualquiera de las muchas drogas en venta para ponernos a tono — en lugar de fomentar el sentimiento de unidad e interconexión propios de este espacio, las drogas así tomadas nos llevan a un estado de solipsismo y separación). De esta manera nuestra cultura privilegia una forma de ser, la de la persona hábil en el uso de la palabra y el discurso convincente, en detrimento de otras personas y formas expresivas igualmente valiosas y necesarias. Sin embargo, un grupo que no deja espacio para la expresión emocional está condenado a dejarse arrastrar por fuerzas que ninguna razón individual puede comprender ni detener, generando insatisfacción y probables abusos de poder. Igualmente, un grupo que no deja espacio a la creatividad y la expresión artística por considerarlas una niñería o una pérdida de tiempo, bloquea de esta manera el acceso a una información y conocimiento que sólo pueden surgir más allá de los estrechos límites en los que se mueve el discurso racional. Por último, un grupo que no celebra sus logros y su propia existencia como grupo, y que no reconoce las muchas maneras en que sus miembros contribuyen al bienestar y objetivos grupales, está condenado a la tristeza y a la perdida de cohesión grupal.
Priorizar la asamblea decisoria como único espacio de reunión y de expresión grupal supone automáticamente la marginación de aquellas personas que pueden hacer una gran contribución al grupo, aunque no sea a través de la palabra y el discurso bien articulado. Supone la marginación y exclusión de personas con un gran corazón y capacidad compasiva que podrían actuar como verdaderos élderes en caso de tensión y conflicto. Supone la marginación y exclusión de personas muy creativas, tal vez con ideas locas y para muchos incomprensibles, pero que pueden aportar un granito de verdad que abra puertas en momentos de ofuscación y de falta de caminos. Supone finalmente la marginación y exclusión de personas alegres, divertidas, o tal vez silenciosas e introvertidas, que pueden poner un punto de humor, de diversión, de alegría en nuestras vidas, o tal vez de silencio, de conexión con lo que existe, con la naturaleza y con el ser profundo de las cosas, y traer paz y ecuanimidad cuando el grupo más lo necesita.
En la actualidad conocemos bien los límites de la razón a la hora de tomar decisiones personales. Afortunadamente mecanismos intuitivo-emocionales que actúan tras el telón de la mente racional nos ayudan a tomar decisiones que la simple razón jamás podría encontrar. Es hora de traspasar este conocimiento a los grupos y proyectos en los que estamos inmersos. En un mundo que se revela cada vez más complejo y lleno de incertidumbre, la capacidad de la razón humana para dar respuesta a los múltiples desafíos que debemos enfrentar es bastante reducida, además de verse negativamente afectada por un campo grupal recorrido por emociones tristes, por fuerzas violentas llenas de frustración y rabia. Si no se presta atención al campo emocional de un grupo, si no utilizamos el foro para ganar conciencia de las fuerzas que nos atraviesan, de los bloqueos que nos impiden avanzar, de nada sirve una asamblea. Nunca será la mejor decisión posible. E incluso, con una buena gestión emocional, el destino del grupo se revelará incierto en muchas ocasiones. Y de nuevo será necesario expandir los límites de la razón, ahora a través de la creatividad, el arte o el juego. Por eso el taller, o espacio de indagación colectiva, resulta un apoyo imprescindible en la toma de decisiones. Permite dar cabida a más voces, especialmente las de aquellas personas que no se terminan de llevar bien con el discurso coherente de la razón, pero que son capaces de ‘ver’ más allá, de conectar con ideas que rompen el marco de razonamiento existente y dan lugar a nuevos caminos o soluciones, aunque a veces estas ideas se expresen a través de una palabra entrecortada que surge directamente del corazón, o de la mano de un pincel que parece tener vida propia. Por último, en el círculo de celebración, en el silencio de la mañana, en el canto y la danza del atardecer, en el ritual del crepúsculo o en la fiesta nocturna, el grupo se reconoce como tal, se capta en su esencia y en su totalidad, y desde ahí una información tan sutil como necesaria se posa suavemente en cada uno de sus miembros.
Cuando en la asamblea siguiente, alguien diga tengo una idea, que sepa que probablemente esa idea se gestó en un círculo de celebración, vio la luz en un taller de descubrimiento, y limpió su carga negativa en un foro de gestión emocional.
* ver Elementos esenciales en este blog
18 feb 2012
Elementos esenciales para crear comunidad
Crear comunidad no es fácil. Es un proceso que puede durar días o años. Algunos grupos no lo consiguen nunca, incapaces de superar una larga fase de conflicto. Otros oscilan entre periodos estables y efectivos, junto a periodos de crisis, conflictos y cambios. Y es que mantenerse todo el tiempo como un grupo cohesionado, efectivo y armónico, tampoco es fácil, pues toda comunidad es una realidad dinámica viva, que se reestructura permanentemente y requiere una cierta capacidad para adaptarse a los cambios.
Conocer los pasos para crear comunidad favorece sin duda el proceso, pues nos permite ser más conscientes de qué manera nuestras acciones influyen en él, o evaluar hasta qué punto estamos creando las estructuras organizativas adecuadas. Con todo, el simple conocimiento teórico no basta. Es necesario integrar estas ideas en nuestra forma de ser y estar dispuestos a entrar en un proceso de transformación personal que debe acompañar todo proceso de cambio colectivo.
Toda comunidad tiene un aglutinante, un pegamento que le da cohesión interna, y que en la mayoría de los casos se traduce en una visión común simple, clara y auténtica. Articular y poner por escrito esta visión común es una de las primeras tareas que todo grupo debe hacer en el proceso de crear comunidad. Una vez que la intención común y los valores colectivos han sido definidos y aceptados por todos, hemos creado un suelo saludable para el crecimiento del grupo. Este es el primer paso.
Respeto, cuidado, apoyo mutuo... son cualidades que ayudan a consolidar un grupo si conseguimos que estén presentes en nuestras relaciones. En una atmósfera de confianza, los procesos grupales fluyen con facilidad, e incluso resultan divertidos. Pero la confianza necesita ser cultivada. La confianza crece en presencia de una comunicación profunda y de corazón. Y crece igualmente cuando conseguimos que las cosas funcionen bien porque como grupo nos organizamos bien y disponemos de las estructuras apropiadas.
Desde aquí, desde el suelo fértil en el que comenzamos, crear comunidad es un proceso que involucra diferentes capas de acción que van en paralelo. Para crear las estructuras, los procedimientos y los acuerdos que nos permitan funcionar bien como grupo y conseguir nuestros objetivos, necesitamos desarrollar habilidades en los niveles personal, interpersonal y colectivo. La tabla 1, basada en la Teoría Integral de Ken Wilber, muestra tanto las estructuras y acuerdos que todo grupo necesita (cuadrante inferior derecha), como las habilidades personales (cuadrante superior izquierda), interpersonales (cuadrante superior derecha) y colectivas (cuadrante inferior izquierda), que hemos de considerar y desarrollar para construir una comunidad sostenible.
Quizá lo más destacado del primer cuadrante (Intención) sea la necesidad de abandonar la actitud victimista en la que tan fácilmente nos instalamos, fácilmente visible en la queja continua de lo que no nos gusta, sin asumir nuestra responsabilidad en que las cosas sean como son. Son siempre los otros los ‘culpables’ de nuestros males, y si no son personas reales, son entonces personajes o entidades ocultas con un poder casi mágico contra el que nada podemos hacer. Esta actitud victimista se basa en el miedo y la sensación de que no tenemos poder. En su lugar, una actitud creativa ante la vida pasa por asumir la responsabilidad de lo que vivimos, conectando con nuestro poder, individual y colectivo, para cambiar aquello que no nos gusta, o al menos para llegar acuerdos satisfactorios con quienes ven el mundo de otra manera.
En el segundo cuadrante (Comportamiento) destaca la idea de una nueva forma de comunicación que tiene como principales elementos la asertividad —la afirmación de lo que queremos, sin caer en la agresión o la inhibición—, la escucha activa y la empatía —la creación de un espacio de acogida para la expresión del otro, y la compasión.
En el cuadrante de Sistemas, destacan 4 grandes estructuras o espacios colectivos que todo grupo debería poner en marcha: 1. La toma de decisiones; 2. La gestión emocional; 3. El espacio de creación colectiva; y 4. El espacio de celebración. Según esto, un grupo no sólo se debería reunir para tomar decisiones. Se debería reunir también para explorar cómo se halla a nivel emocional, para llevar a cabo actividades de trabajo compartido o de expresión artística colectiva, y para compartir momentos de éxito, de alegría, de pesar o de silencio compartido.
Por último, en el cuadrante Cultura es importante aprender a valorar la diversidad de roles presentes en todo grupo y darles el espacio que necesitan. Es particularmente importante reconocer y apreciar el rol del líder, pues sin su capacidad para presentar y sostener iniciativas, el grupo no podría alcanzar sus objetivos; a la par que se reconoce y valora el rol del seguidor por su dedicación y entrega, e incluso el del crítico u opositor, por su esfuerzo en hacernos ver lo que nos cuesta ver. Igualmente importante es el rol del élder, por su capacidad para acoger y traer a la conciencia del grupo las diversas voces, tanto las de quienes tienen poder, como las de quienes no lo tienen y tienden a ser marginados. Su sola presencia invita al grupo a reflexionar sobre cómo se distribuye el poder en el grupo y cómo se está utilizando, permitiéndonos ganar conciencia de los abusos que cometemos desde el poder, así como del daño que también podemos hacer desde la venganza y el terrorismo que practicamos cuando nos sentimos víctimas.
Conocer los pasos para crear comunidad favorece sin duda el proceso, pues nos permite ser más conscientes de qué manera nuestras acciones influyen en él, o evaluar hasta qué punto estamos creando las estructuras organizativas adecuadas. Con todo, el simple conocimiento teórico no basta. Es necesario integrar estas ideas en nuestra forma de ser y estar dispuestos a entrar en un proceso de transformación personal que debe acompañar todo proceso de cambio colectivo.
Toda comunidad tiene un aglutinante, un pegamento que le da cohesión interna, y que en la mayoría de los casos se traduce en una visión común simple, clara y auténtica. Articular y poner por escrito esta visión común es una de las primeras tareas que todo grupo debe hacer en el proceso de crear comunidad. Una vez que la intención común y los valores colectivos han sido definidos y aceptados por todos, hemos creado un suelo saludable para el crecimiento del grupo. Este es el primer paso.
Respeto, cuidado, apoyo mutuo... son cualidades que ayudan a consolidar un grupo si conseguimos que estén presentes en nuestras relaciones. En una atmósfera de confianza, los procesos grupales fluyen con facilidad, e incluso resultan divertidos. Pero la confianza necesita ser cultivada. La confianza crece en presencia de una comunicación profunda y de corazón. Y crece igualmente cuando conseguimos que las cosas funcionen bien porque como grupo nos organizamos bien y disponemos de las estructuras apropiadas.
Desde aquí, desde el suelo fértil en el que comenzamos, crear comunidad es un proceso que involucra diferentes capas de acción que van en paralelo. Para crear las estructuras, los procedimientos y los acuerdos que nos permitan funcionar bien como grupo y conseguir nuestros objetivos, necesitamos desarrollar habilidades en los niveles personal, interpersonal y colectivo. La tabla 1, basada en la Teoría Integral de Ken Wilber, muestra tanto las estructuras y acuerdos que todo grupo necesita (cuadrante inferior derecha), como las habilidades personales (cuadrante superior izquierda), interpersonales (cuadrante superior derecha) y colectivas (cuadrante inferior izquierda), que hemos de considerar y desarrollar para construir una comunidad sostenible.
Quizá lo más destacado del primer cuadrante (Intención) sea la necesidad de abandonar la actitud victimista en la que tan fácilmente nos instalamos, fácilmente visible en la queja continua de lo que no nos gusta, sin asumir nuestra responsabilidad en que las cosas sean como son. Son siempre los otros los ‘culpables’ de nuestros males, y si no son personas reales, son entonces personajes o entidades ocultas con un poder casi mágico contra el que nada podemos hacer. Esta actitud victimista se basa en el miedo y la sensación de que no tenemos poder. En su lugar, una actitud creativa ante la vida pasa por asumir la responsabilidad de lo que vivimos, conectando con nuestro poder, individual y colectivo, para cambiar aquello que no nos gusta, o al menos para llegar acuerdos satisfactorios con quienes ven el mundo de otra manera.
En el segundo cuadrante (Comportamiento) destaca la idea de una nueva forma de comunicación que tiene como principales elementos la asertividad —la afirmación de lo que queremos, sin caer en la agresión o la inhibición—, la escucha activa y la empatía —la creación de un espacio de acogida para la expresión del otro, y la compasión.
En el cuadrante de Sistemas, destacan 4 grandes estructuras o espacios colectivos que todo grupo debería poner en marcha: 1. La toma de decisiones; 2. La gestión emocional; 3. El espacio de creación colectiva; y 4. El espacio de celebración. Según esto, un grupo no sólo se debería reunir para tomar decisiones. Se debería reunir también para explorar cómo se halla a nivel emocional, para llevar a cabo actividades de trabajo compartido o de expresión artística colectiva, y para compartir momentos de éxito, de alegría, de pesar o de silencio compartido.
Por último, en el cuadrante Cultura es importante aprender a valorar la diversidad de roles presentes en todo grupo y darles el espacio que necesitan. Es particularmente importante reconocer y apreciar el rol del líder, pues sin su capacidad para presentar y sostener iniciativas, el grupo no podría alcanzar sus objetivos; a la par que se reconoce y valora el rol del seguidor por su dedicación y entrega, e incluso el del crítico u opositor, por su esfuerzo en hacernos ver lo que nos cuesta ver. Igualmente importante es el rol del élder, por su capacidad para acoger y traer a la conciencia del grupo las diversas voces, tanto las de quienes tienen poder, como las de quienes no lo tienen y tienden a ser marginados. Su sola presencia invita al grupo a reflexionar sobre cómo se distribuye el poder en el grupo y cómo se está utilizando, permitiéndonos ganar conciencia de los abusos que cometemos desde el poder, así como del daño que también podemos hacer desde la venganza y el terrorismo que practicamos cuando nos sentimos víctimas.
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